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Reportaje:

El árbol como monumento

Botánicos valencianos recogen en un libro 374 ejemplares excepcionales de toda España, algunos de ellos milenarios

Ignacio Zafra

Si le dejaran, el ficus del jardín de Les Corts Valencianes podría alcanzar 50 metros de altura. La copa cubriría una superficie de 10.000 metros cuadrados; lo mismo que un campo de fútbol. Bernabé Moya tiene la cabeza llena de ejemplos parecidos que utiliza con una finalidad precisa: provocar. Romper la imagen que según él se tiene de los árboles. "La de ejemplares pequeños que malviven en las aceras de una ciudad".

Moya, botánico paisajista, persigue mejorar el concepto y reforzar su protección partiendo de una advertencia: "Nuestro tiempo y nuestras dimensiones no son el tiempo y las dimensiones de los árboles". Durante los últimos 20 años ha recorrido España haciendo acopio de árboles excepcionales. El resultado es Árboles monumentales de España, un libro que recoge textos y fotografías de 374 ejemplares que alcanzan dicha categoría.

Hay olivos viejísimos, como Lo Parot, en Tarragona; eucaliptos descomunales como El abuelo, 65 metros de altura, en Lugo; impávidos, como un cedro que crece a 2.300 metros sobre la ladera del Teide; fantasmales (Pi gros de Mallorca); y psicodélicos (Drago de Icod de los Vinos, Santa Cruz de Tenerife). Todos impresionan y vienen a ser los últimos representantes nacionales con tales características. La expansión agrícola, urbana y la pura ignorancia han acabado con el resto.

Entre los árboles monumentales de España hay varios valencianos. Los más importantes, por numerosos, están en el Barranc dels Horts, comarca de L'Alt Maestrat. Presididos por el Roure gros, que tiene un perímetro de tronco de seis metros, hay cerca de un millar de árboles con edades que alcanzan los 600 años. Segorbe (L'Alt Palancia) cuenta con La Morruda, una olivera milenaria que se salvó de ser finiquitada como sus iguales gracias a la movilización de los vecinos. Navajas, como Castellnovo, tiene un roble centenario en la plaza principal. Prueba del valor que se otorgó a alguno de sus parientes, su figura quedó recogida en el escudo de la población.

A caballo entre Valencia y Teruel, al sur de la sierra de Javalambre pueden encontrarse grupos de sabinas milenarias. Y en la Plana de Utiel, término municipal de Villargordo del Cabriel, está el Pino de los Dos Hermanos, un ejemplar de rodeno al que los autores atribuyen ser "el de mayor edad y dimensiones conocidas de la Comunidad Valenciana, y probablemente, de toda España".

La ciudad de Valencia cuenta con un reducto excepcional en el Jardí Botànic. Puestos a elegir uno, el libro destaca la yuca, "probablemente la más grande de Europa". Junto a él aparece el ficus del Parterre, cuya copa es más ancha que alta pese a contar 23 metros de altura. El patrimonio valenciano termina con el Zacate mejicano de Dénia -plantado entre 1750 y 1800- y el Palmeral d'Elx, que tiene 200.000 datileras, entre las que destaca la palmera imperial, una excepción botánica cuyo tronco se divide en ocho estirpes.

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La rápida desaparición de estos árboles en los últimos 50 años ha ido en paralelo a la separación entre árboles y hombres. "Nuestros abuelos sabían distinguir las especies y las aprovechaban según sirvieran para dar frutos, leña, o para construir casas. Estos se plantaban muy juntos y se dejaban crecer para obtener vigas". Uno de sus principales usos puede parecer banal: la sombra. Pero desde el árbol de Guernica hasta al olmo de Castellnovo, su importancia como punto de reunión para los grupos humanos ha sido capital: a su sombra se discutían y resolvían toda clase de asuntos. "Hoy en día", señala Moya "cuando los espacios públicos tienen bancos, suelen estar al sol. ¡A pleno sol en un país que en verano alcanza los 40 grados! Hace pocas generaciones a nadie se le hubiera ocurrido hacer algo tan absurdo pudiéndolos poner al resguardo de los árboles".

Moya no se cansa de rebatir la imagen de seres indefensos. Los homínidos -familia a la que pertenecen los humanos- aparecieron hace dos millones de años, recuerda. Los primeros árboles datan de hace 370. "Conocen mejor que nosotros cómo resistir al viento, a las tormentas, al fuego, o a los terremotos".

En su libro, escrito junto a José Plumed y José Moya, y editado por la empresa CLH, que no lo ha puesto a la venta, se explican los mecanismos que los árboles ponen en marcha al ser objeto de una agresión. Desde la primera respuesta del sistema inmunológico al obturar la herida para evitar la entrada de patógenos hasta la segregación de sustancias químicas para defenderse de los microorganismos. Superada esta fase, el árbol cierra la herida aumentando su grosor y la cubre con la corteza.

Este refinamiento evolutivo no los protege de la intervención humana. "Los árboles no pueden adaptarse a los cambios que experimentan las ciudades. Se cambia su entorno constantemente o se los traslada como si fueran objetos. Y no deberían vivir en huecos de tres metros. Eso va contra natura". Limitados como están, practican el sabotaje a base de levantar el pavimento o romper tuberías. "Especialmente las de aguas residuales, porque son más nutritivas".

Los costos que ello conlleva se evitarían "si la ciudad se pensase teniendo en cuenta sus necesidades y valorando lo que nos dan". También los dramas. Moya asegura que casi siempre que un árbol pierde una rama o se desploma, el viento o la lluvia son sólo responsables subsidiarios: "El verdadero problema tiene su origen uno o cinco años antes, cuando alguien lo podó mal o cortó parte de las raíces al abrir una zanja".

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.

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