Los grandes regalos
En 1979, Marlon Brando encarnaba a un militar renegado convertido en un dios local para una tribu de personas ausentes de todo. Era el Kurtz de Apocalypse now, la enorme película de Coppola. Es el último gran recuerdo que merece conservarse sin discusión de Brando. De hecho, tras otro filme en 1980, estuvo nueve años ausente de las pantallas. Y cuando regresó, en el fondo, apenas transitaba un ectoplasma de aquel gran actor. Su filmografía posterior, con alguna excepción, como el trabajo junto a Johnny Depp en Don Juan DeMarco, sólo se explica por urgencias económicas, ya que ni tan siquiera alimentaba el mito, simplemente lo explotaba de manera grosera. El propio Brando llegaba a la autoparodia, con el padrino de El novato (Andrew Bergman, 1990) o literalmente, dicen las crónicas, al bochorno interpretando al inquisidor Tomás de Torquemada en un filme sobre Colón. Una gran producción de Salkind, tan grande como equivocada, que le reportó al actor unos 500 millones de pesetas, la única explicación que puede darse para comprender por qué Brando aceptaba estas derivas. En este caso, Brando pidió que su nombre fuera retirado de los títulos de crédito. Pero no lo hizo porque pensara que su pantomima le desprestigiaba. Lo hizo porque consideraba que el filme, patrocinado por la española sociedad estatal del V Centenario, mentía sobre la figura de Colón y sobre los indígenas americanos.
"Hollywood no me puede doblegar porque no tengo miedo a nada y no amo el dinero"
La fugaz aparición de Brando en la kilométrica película de su amigo Johnny Deep The brave (1997) es quizá el último icono respetable que ofreció el actor de sí mismo. Sin moverse, su presencia convocaba aquella potencia y convicción que daba a sus personajes cuando Brando era actor. Esta última etapa repleta de filmes grotescos merece el olvido. Lástima que Brando no se aplicara aquella piadosa receta de John Ford: las leyendas no deben desmentirse.
A pesar de todo, la leyenda se sostiene y de manera merecida. Basta regresar al Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo (1951); a su Marco Antonio (Julio César), de 1953, que atrajo al propio Roland Barthes en un estudio sobre la Roma de Hollywood y el fetiche del peinado rizado de los patricios. Incluso a Fletcher Christian, liderando el motín de la Bounty o al enamorado Ogden Mears a las órdenes de un tambaleante Charles Chaplin en La condesa de Hong Kong (1967).
Si hay un año dulce en la filmografía de Marlon Brando es 1972. La dimensión operística de El padrino, que se hará explícita en la tercera parte, ya es detectable en la primera y en ella reina Brando, que señala su presencia incluso desde la penumbra donde gobierna al clan, tales son las emanaciones con las que dota a su personaje. De la misma manera que es muy difícil dejar de ver a Plácido Domingo o a Pavarotti cuando interpretan a sus personajes, llegó un momento en que siempre se veía a Brando. Y ello sin que desdibujara los trazos de su personaje. Curiosamente, esta doblez, una vez hubo cruzado el umbral del mito, estaba en contra de los principios del método del Actor's Studio que exigían la desaparición del actor dentro de su personaje. "Yo siempre soy yo mismo", dijo una vez Brando desmintiendo las recetas actorales en las que aparentemente militó en el inicio de su carrera. Esta capacidad de ser Brando y al mismo tiempo, por ejemplo, Don Corleone, daba al espectador la oportunidad de alejarse sabiamente del embebimiento en la historia para disfrutar de ella y de cómo actores de la talla de Brando la fabricaban. La otra gran cita sería El último tango en París.
Al margen de la literatura que generó esta osadía de Bertolucci, la aceptación de Brando a figurar en un filme llamado a provocar un previsible escándalo entre las almas cándidas refleja el talante personal del actor. Hollywood está basado en el miedo y en el amor al dinero, dijo en una ocasión, "pero no me puede doblegar a mí porque no tengo miedo a nada y no amo al dinero". Creyéndole, la fase alimenticia de su biografía sólo se explica no por el amor al dinero, sino por una inapelable necesidad dadas las turbulencias y complicaciones que hubo en su historia familiar.
La imagen de rebelde se cimentó en los años cincuenta con papeles como los que interpretó en El salvaje o La ley del silencio, la justificación, que no penitencia, de Elia Kazan por su pasado de chivato macartista. Una imagen que cultivó personalmente con sus desplantes a Hollywood y a sus pompas.
En cualquier caso, los manchones lamentables que hay en la obra completa de Brando no barren los espléndidos regalos que éste hizo a su público.
Babelia
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