No y no
En los años ochenta, con una década de retraso con respecto a otros países más avanzados, la población encargada de educar a los niños le tomó una especie de aversión insensata a la palabra No. La palabra No era síntoma de represión, de castración, y psicólogos, pedagogos, profesores y padres, los cuatro pilares de la educación, optaron por ofrecerle a las criaturas un entorno en el que, por un lado, se les dejaba moverse a su libre albedrío y por otro se les condenaba a aprender por su cuenta las lecciones de la vida. Sin embargo, la palabra No es para los padres, en muchas ocasiones, una expresión innegable de cariño. Decirle a un niño No, sin más explicaciones, es estar cuidándole para que no se arrime a una terraza sin barandilla, es evitar que se queme con la sartén, es velar porque no le dé calambre el enchufe. Es posible que el niño cuando oiga un No se rebele, pero algo en su corazón le dirá que no está solo en el mundo. Recuerdo, cuando el No estaba absolutamente desprestigiado, haber oído a los padres adornar el No con unas explicaciones larguísimas, plúmbeas, como para contrarrestrar semejante represión, y acto seguido, el niño volver a desafiar con más osadía a sus mayores. Los niños tienen un sexto sentido para adivinar cuándo les están diciendo un No culpable. De colegios donde no se practicaba el No salieron chavales que realmente pensaban que el mundo estaba a su disposición y que no se adaptaron en muchos casos a sistemas educativos más serios. La época de aquella utopía llamada Summerhill, en la que los niños se educaban sin esfuerzo, semisalvajes y sólo a través del placer, pasó. Hoy ya nadie cree en aquel disparate. Salvo algunos padres que siguen alterándose muchísimo cada vez que su niño recibe un No en la escuela y van y agitan las manos delante del profesor en señal de justicia y reclamando aprobados imposibles. Y ahora leemos que unos científicos españoles sostienen que probablemente la palabra o el gesto No fue la primera conquista del ser humano, lo que nos dintiguió de los animales, la que nos hizo inteligentes. Es la palabra a través de la cual ahorramos a nuestros hijos el esfuerzo de aprender cosas que ya sabemos. Hay padres que deberían haber quedado en chimpacés. Pero dentro de la jaula, claro.
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