El principio de prevención
Más vale prevenir que lamentar es un dicho que compendia las virtudes del hombre precavido, desde las cuestiones más corrientes de la vida cotidiana hasta los problemas que han de ser gestionados con la responsabilidad de las cosas públicas. Asentada en lo que parece ser una evidencia del sentido común, la prevención viene ganando terreno a la reparación en ámbitos tan diversos como la medicina, el derecho o la política, señalando así una tendencia general de nuestra época. Pero como todos los lugares comunes, que sirven poco si su evidencia nos impide reflexionar sobre ellos, también éste puede ser revisado para valorar el uso que de él se hace y sus límites, particularmente en lo que se refiere a la política y al tratamiento de los problemas que tienen que ver con la seguridad.
Este razonable interés por la prevención parecía ser el principio que legitimaba la guerra de Irak, y si entonces eran inciertas las justificaciones, más inciertos son ahora los resultados y su posible evolución después del traspaso de poderes. La invasión de Irak fue defendida enfatizando la amenaza que el terrorismo global plantea sobre el mundo civilizado. El esquema general del razonamiento consistía en subrayar que no había otra elección que enfrentarse a él, y del modo como se hizo, porque la alternativa era terrible. Pero la pregunta central, el núcleo en el que se dirime la validez de los argumentos puestos en juego, sería la siguiente: ¿es cierto que la amenaza del terrorismo ha modificado radicalmente lo que Blair llamó la "balanza del riesgo" de manera que acciones como la invasión de Irak se justifican considerando el peor escenario posible? En la respuesta a esta pregunta se dirime toda la verdad de esta discusión.
El problema fundamental es, por así decirlo, de naturaleza imaginaria, aunque sus consecuencias sean muy reales. Se trata del sentido que pueda tener eso del "peor escenario". Los partidarios de la guerra enfatizaron precisamente el riesgo para defender sus propias decisiones. Formularon una peculiar doctrina de la prevención según la cual, en la lucha contra el terrorismo, los Estados no pueden esperar a ser atacados para actuar. Planteado de una manera más general, ese principio establece que, al enfrentarse a riesgos de consecuencias inciertas y potencialmente catastróficas, siempre es mejor equivocarse del lado de la seguridad. En tales casos, el peso de la prueba correspondería a quienes atribuyen poco valor al riesgo y no a quienes lo destacan especialmente. Los precavidos pueden aceptar que sus oponentes tengan razón -y tal parece ser el caso ahora tras la falta de evidencia de las armas de destrucción masiva y la caótica situación de la posguerra en Irak-, pero también podrían estar en lo cierto y las consecuencias de su falta de decisión serían mucho peores. Lo que se pone en la balanza es el peso que tendría el error de unos y el error de otros. Por eso insisten los invasores en que la guerra sigue estando justificada ante la magnitud del riesgo al que había de hacerse frente.
El principio de prevención es inadecuado porque es contradictorio: siempre puede ser usado para justificar tanto que hay que ser más precavidos como que hay que serlo menos. Así lo advertía recientemente David Runciman, profesor de teoría política en la Universidad de Cambridge, comentando el discurso que pronunció Blair en Sedgefield el pasado 5 de marzo. Los partidarios de la guerra conocían este doble sentido y lo usaron para su propia conveniencia. Para unas cosas fueron demasiado precavidos y para otras consideraciones apostaron por no tomar muchas precauciones. Cuando les vino bien, decretaron que no había tiempo para tomar demasiadas cautelas (continuar el trabajo de los inspectores), al mismo tiempo que argumentaban exactamente lo contrario: que lo importante era prevenir un futuro desastre. En un caso, la precaución justificaba interrumpir la deliberación y tomar decisiones; en otro, exigía actuar con prudencia y considerar todas las consecuencias posibles. El principio de prevención vale para acelerar una decisión, pero también para posponerla; puede utilizarse tanto a favor de la necesidad (no teníamos otra opción) como de la elección (tuvimos que optar); sirve para echar la culpa a los expertos, pero también para justificar el que no se les hiciera caso. Cuando a uno deja de importarle caer en el cinismo, la habilidad política consiste en presentar la elección como necesidad o la necesidad como elección, según las circunstancias y los intereses. El intento de borrar esta distinción es una de las estrategias más penosas que hemos tenido que soportar en las discusiones posteriores.
Es cierto que quien gobierna está obligado en muchas ocasiones a decidir en medio de datos imprecisos y suposiciones genéricas. Aceptemos que esto suele ser así y concedámosle la licencia correspondiente. Pero cuando las consecuencias aparecen, es el momento de determinar las responsabilidades. Hay quien quiere disfrutar de aquella imprecisión también cuando los resultados comienzan a ser incómodamente visibles. Si la política tiene algo que ver con el riesgo, es precisamente porque exige ambas cosas a quienes toman las decisiones: capacidad para adoptarlas con una certeza escasa y disposición a asumir responsabilidades cuando, en un plazo razonable de tiempo, las cosas no hayan ido a mejor. En política, tan imperdonable como la indecisión es la mala decisión; es tan irresponsable la falta de precaución como la precaución equivocada.
La debilidad fundamental del principio de prevención consiste en que se presenta como un procedimiento para evaluar el riesgo y, al mismo tiempo, no pondera suficientemente determinados riesgos. Las acciones que se justifican por referencia a un riesgo suelen ser sospechosamente exculpadas de los riesgos que ellas mismas provocan. El principio de prevención supone que no hay comparación posible entre el riesgo de la amenaza terrorista y los otros riesgos que nos vemos obligados a valorar. Pero esto no es así: ni la amenaza terrorista es cualitativamente distinta de otras amenazas, ni el peligro que representa para nuestra forma de vida es incomparable con el peligro que pueden suponer para esa misma forma de vida algunas maneras de combatirlo. No se puede decir que el terrorismo, por difícil que sea su tratamiento, nos pone frente a unos riesgos que están fuera de toda escala de medida. Es un error, que responde a un cierto contagio de la desmesura del terrorismo, asumir que no se pueden hacer juicios comparativos respecto al riesgo que representa. Aunque se trate de una amenaza en buena parte desconocida, la inteligencia consiste precisamente en diferenciar los aspectos que no podemos adivinar de los que pueden conocerse. Esto obliga a pensar -y argumentar- en términos de riesgo comparativo, más que absoluto, de verosimilitud. Aunque las incertidumbres no puedan convertirse siempre en certezas, sí cabe al me-nos administrarlas con sensatez. La absolutización del riesgo terrorista ha cumplido varias funciones que es preciso desenmascarar. Ha contribuido, por ejemplo, a que los gobiernos difuminen sus responsabilidades, ha impedido su tratamiento con una lógica que se pueda evaluar en términos de eficacia. Y uno de sus efectos más preocupantes es que la delimitación entre la normalidad y la excepción se haya vuelto tan confusa que los riesgos excepcionales hayan facultado a los gobiernos para introducir demasiadas excepciones, algo que perjudica la normalidad democrática. En el origen de estas malas prácticas se encuentra, como tantas veces, un error teórico: la inconsistencia del principio de precaución que desvía la argumentación hacia unos derroteros virtuales.
Uno de los problemas de cualquier justificación de la guerra en los términos estrictos de la precaución consiste en que habría que demostrar que fueron tomados en serio todos los riesgos de la invasión, incluido el peor de los escenarios para la posguerra. Si los atacantes consideraron seriamente la posibilidad de que las cosas evolucionaran como lo han hecho -ni armas de destrucción masiva, ni democracia en Irak-, desde luego, no lo parece. No hay una evidencia ni la previsión de que esta guerra pudiera defenderse siquiera en término de coste-beneficio. Si al menos se hubiera planteado como una cuestión de riesgo relativo, los invasores no podrían escamotear ahora las preguntas acerca de si la guerra ha incrementado o disminuido el riesgo de las acciones terroristas. No quisieron plantearlo así en su momento porque tenían mucho que perder y poco que ganar con ese género de argumentos. Pero es en estos términos en los que sería exigible que razonara quien apela al principio de prevención. Tampoco basta asegurar que todo se hizo con las mejores intenciones, ampararse en la convicción cuando se ha visto que fracasa la perspectiva de la responsabilidad, por usar la conocida diferencia de Max Weber. Que había que hacer "algo" es el reconocimiento de la debilidad de la prevención. Una vez más, nos encontramos con un "uso alternativo" de la prevención: antes de la guerra se recurre a la responsabilidad y, en cuanto asoman las dificultades, se ampara uno en la convicción. Esa estrategia impide ponderar seriamente todos los riesgos, entre los cuales está -y no es de los menores- el que uno pueda equivocarse.
Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
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