Portazo militar
No tiene sentido ni justificación el desahogo que se permitió el general Alejandre a la hora de su sustitución al frente del Estado Mayor del Ejército. En la mañana del sábado empezó por dar plantón al ministro de Defensa en el relevo formal de la cúpula militar, y en la entrega del bastón de mando a su sucesor se presentó a sí mismo, en un discurso escrito, como víctima "de ciertas deslealtades, de las venganzas, de los celos, de las mentiras interesadas, de las manipulaciones informativas".
Hacía dos décadas que no salían expresiones de este tipo de boca de militares españoles en un acto público. No deja de ser una paradoja que quien las ha pronunciado sea uno de los jefes militares más preparados, a quien se consideraba por méritos propios uno de los mejores candidatos a ocupar el cargo de jefe de Estado Mayor de la Defensa. Quizás sus palabras se deben a que, lejos de ocupar el máximo cargo en la escala militar, se ha visto relevado en la jefatura del Ejército de Tierra.
La llamada cúpula militar, formada por los jefes de los tres ejércitos y el del Estado Mayor de la Defensa, es una estructura en la que el Gobierno ha de poder apoyarse sin mantener duda alguna. Cabe la hipótesis de una continuidad tras un cambio de Gobierno, pero también es lógico que cada Gobierno, para estos cargos de plena designación política, termine situando en ellos a personas de su total confianza. Al general Alejandre se le suponían buenas relaciones con Bono, sobre todo de la época en que coincidieron en Toledo, el primero como director de la Academia de Infantería y el segundo como presidente de Castilla-La Mancha. Pero también fue persona de confianza de los dos antecesores de Bono, los ministros del PP Eduardo Serra y Federico Trillo.
La sombra de la catástrofe aérea del Yak-42 en Trabzon (Turquía), en la que perdieron la vida 62 militares, ha planeado sobre estos relevos por mucho que el ministro los haya querido desvincular. Es el mayor desastre sufrido por el Ejército español en muchos años y una pérdida irreparable para cada una de las familias, a cuyo dolor se añade la atroz confusión generada por el anterior Gobierno. Es verdad que el general Alejandre disgustó a los familiares cuando esbozó una justificación de las precarias condiciones en que se efectuaban los transportes asegurando que el Ministerio de Defensa no "organiza viajes de novios a Cancún". Pero también sería injusto que el historial de este buen profesional del Ejército español quedara identificado y empañado por la pésima gestión de la catástrofe. Sobre todo cuando los máximos responsables políticos de la negligente investigación sobre el accidente no han sido capaces de articular una explicación coherente ni de asumir sus responsabilidades.
Distanciar el relevo militar del resultado de las pruebas de identificación de los cadáveres, que han destapado 22 errores sobre 39 casos analizados, pudo haber evitado la vinculación entre ambos hechos. Pero a cambio podía haber causado un desgaste adicional de la cúpula militar. En todo caso, el discurso de Alejandre estaba fuera de sitio. Su cese ha sido una decisión tan política como lo fue en su día su nombramiento.
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