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Víctimas del otro terrorismo

Han bastado unas pocas semanas para que el cambio de Gobierno, y el no menos anhelado de fiscal general del Estado, hayan tenido un reflejo inmediato sobre la posición española en la trascendental cuestión de la aplicación del principio de Justicia Universal.

La comunidad internacional se ha tomado su tiempo para repudiar primero y condenar seguidamente, entre otros, los desafueros de los regímenes militares o paramilitares latinoamericanos. Cerca de tres décadas han transcurrido desde aquellos funestos años setenta hasta el alumbramiento de la Corte Penal Internacional, a cuya gestación no contribuyeron precisamente los Estados Unidos de América, el país que se ha erigido en líder planetario de la lucha contra el llamado terrorismo internacional. Esta campaña global y sin matices, llena de atajos, que dejará también en la memoria colectiva las imágenes de sus devastadoras violaciones de los derechos humanos, de los que son paradigma Guantánamo y Abu Ghraib. Nuestros anteriores gobernantes se sumaron con presteza a esta ofensiva terrorista, algunas de cuyas indeseables consecuencias fueron denunciadas por Amnistía Internacional en su informe Política exterior y derechos humanos del Gobierno español 2002-2003, cuyo subtítulo, 'Menos derechos y más inseguridad en nombre de la guerra contra el terrorismo', es suficientemente expresivo. Un amasijo de todos los terrorismos que, de haber sido aplicado en el pasado tal y como ahora se hace, hubiera hecho inimaginables los procesos de pacificación en Centroamérica y, en Guatemala concretamente, los "Acuerdos de Paz firme y duradera", de 29 de diciembre de 1996, entre aquel Gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Porque toda política de seguridad llevada hasta el límite hubiera abortado cualquier salida negociada a alguno de los conflictos que asolaron a aquellos países.

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Tanto o más difícil ha sido el camino, tortuoso si se me permite la expresión, que ha recorrido España en la persecución de los crímenes de lesa humanidad cometidos por aquellas dictaduras en el último tercio del siglo pasado. Han sido, en efecto, innumerables las trabas oficiales, especie de filibusterismo procesal animado siempre en cualquier instancia por la Fiscalía y la Abogacía del Estado, con que tropezaron Baltasar Garzón y otros magistrados de la Audiencia Nacional. Obstruccionismo gubernamental que alcanzó cotas insospechadas en el emblemático caso Pinochet, ante el que también se han estrellado las sucesivas demandas particulares presentadas contra tanta atrocidad. Esto es tanto más chocante cuanto que -aunque hubiera que herir susceptibilidades y pagar por ello un precio político- cabía presumir mayor sensibilidad humanitaria en esta tragedia por parte de los sucesivos gobiernos del Partido Popular, empeñados como estaban en el justo reconocimiento del dolor de las víctimas del terrorismo de ETA. Los vínculos históricos, culturales, familiares y emocionales que unen a españoles y a latinoamericanos exigían una mayor implicación por parte de Madrid, mayor voluntad política se entiende, en la persecución de tanto horror fríamente cometido por los responsables políticos y militares de estos países. Aunque sólo hubiera servido para ponerlos en la picota.

De aquí la trascendencia de la decisión del fiscal general del Estado al instruir al fiscal del Tribunal Constitucional para que apoye los recursos de amparo presentados por la Fundación Rigoberta Menchú, Comisiones Obreras y buen número de asociaciones y comités contra la sentencia de la Sala de lo Penal del Supremo de 25-2-2003, que circunscribía la competencia de la justicia española exclusivamente a la investigación y al enjuiciamiento de los hechos cometidos en Guatemala contra ciudadanos españoles. Siete de los quince magistrados de aquella sala emitieron entonces un voto particular a favor de la anulación del auto de la Audiencia Nacional y de la confirmación del auto del Juzgado Central de Instrucción número 1, de 27-4-2000, declarándose competente para conocer aquellos hechos, objeto de la querella interpuesta por Menchú y otros contra diversos gobernantes de su país, a quienes se acusaba de los delitos de genocidio y tortura.

Las razones que sustentan aquel voto particular, uno de cuyos firmantes es el actual fiscal general del Estado, reconcilian el rigor del lenguaje jurídico con el espíritu de compasión que siempre debe inspirarlo. Tanto más en el caso que nos ocupa. Porque, como dice uno de sus fundamentos de derecho, "difícilmente se volverá a repetir en la historia de la jurisdicción española un supuesto en el que existan tan plurales vínculos de conexión con un delito de genocidio étnico, incluido el asalto a nuestra Embajada y el asesinato de sacerdotes españoles que trataban de proteger a la etnia amenazada. El ejercicio de la jurisdicción universal, al desterrar los grandes crímenes contra la humanidad, como lo es el genocidio, contribuye a la paz y a la humanización de nuestra civilización. Es cierto que no devuelve la vida a las víctimas, ni puede conseguir que todos los responsables sean enjuiciados. Pero puede ayudar a prevenir algunos crímenes y enjuiciar a algunos de sus responsables. Con ello contribuye a la consecución de un mundo más justo y seguro, y a consolidar el derecho internacional, en lugar de la violencia, como forma habitual de solucionar los conflictos".

A nadie sorprenderá que estas líneas vayan dedicadas muy especialmente al pueblo maya y a quien hoy lo encarna más que nunca, Rigoberta Menchú Tum. A los españoles que perdieron la vida en Guatemala, víctimas de la indescriptible violencia genocida de los Lucas García y Ríos Montt. A Jaime Ruiz del Árbol, Felipe Sáenz, María Teresa Vázquez de Villa, Faustino Villanueva, José María Gran, Juan Alonso, Carlos Pérez Alonso, Andrés Lanz. A los guatemaltecos que murieron en la Embajada de España el 31 de enero de 1980, pronto hará 25 años. A todos sus familiares, afectados también por este otro terrorismo, a quienes en los últimos años se ha prestado poca o ninguna atención. También a aquellos cuyas solicitudes de indemnización y de reconocimiento de derechos, previstos en la ley 32/1999, de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, fueron rechazadas reiteradamente por el Ministerio del Interior. Ainstancias de la Abogacía del Estado, su recurso fue desestimado por la Audiencia Nacional con el argumento de que la actuación de las fuerzas de seguridad que participaron en el brutal asalto -AN dixit- de la Embajada sólo tenía por objeto acabar con las protestas de los ocupantes y no el de alterar el orden constitucional español, único supuesto que encaja en el concepto de acción terrorista tal y como se contempla en la referida ley. ¿Será necesario modificar su texto para hacer también justicia a estas víctimas de aquella ola de terror que se abatió sobre el pueblo de Guatemala?

Masacre, la de la Embajada de España, como se la conoce allá, inimaginable hoy en día en su desarrollo y posteriores peripecias. Pero que entonces "fue el inicio de una escalada de violencia masiva ejecutada por el ejército en las zonas rurales (y) significó el cierre de la posibilidad de lucha pacífica para todos los movimientos populares", en palabras del informe Guatemala Nunca Más, presentado por el obispo Juan Gerardi el 24-4-1988, en vísperas de su asesinato.

A la memoria de quienes sucumbieron en las campañas de erradicación antisubversiva, a quienes sobrevivieron a la tortura, a sus familiares, este recuerdo esperanzado, ahora, cuando hay que felicitarse del nuevo rumbo que acaba de tomar la Fiscalía General del Estado.

Máximo Cajal es embajador de España.

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