De exilios y tangos

Crepúsculo rojo es una reflexión sobre el desarraigo: aparentemente centrada en un joven argentino que hereda, junto con un cuadro valioso, un pasado considerablemente turbio, la ficción imaginada por Edgardo Cozarinsky, cineasta valioso que, empero, aquí desconocemos comercialmente por entero, pronto integra nuevos personajes: una psiquiatra que no es capaz de olvidar un pasado de militancia y traiciones, y un pintor al que, a pesar de su inmenso talento, sólo parece reservársele un destino de copista fraudulento.

Con estos ingredientes, una banda sonora implacable, tristemente tanguera y una voluntad de estilo notable, Cozarinsky compone una película a la que traiciona su poca anécdota -que es como decir que nos quedamos con ganas de más: no siempre es un desacierto- y su desnortado rumbo, en la que emerge la fuerza de Marisa Paredes y en la que se mezclan con singular acierto fantasmas y aparentes seres vivos, muertos y desarraigados que jamás encontrarán su lugar en la ciudad en la que les tocó vivir su exilio.