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Tribuna:ANTEPROYECTO DE LEY INTEGRAL
Tribuna
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El debate sobre la violencia de género

Las críticas a la propuesta del Gobierno contra el maltrato reflejan, dice el autor, ignorancia sobre la cultura de los derechos humanos.

El proyecto de Ley Orgánica aprobado por el Gobierno para proteger a las mujeres de la creciente violencia de sus parejas, lo que se ha llamado violencia de género o violencia doméstica, ha suscitado una crítica seria desde un órgano al que se le debe reconocer una competencia jurídica elevada, el Consejo General del Poder Judicial. La crítica ha llegado a considerar al proyecto inconstitucional por no respetar el principio de igualdad entre hombre y mujer, puesto que también se producen agresiones a hombres por mujeres, en el mismo escenario de las relaciones de pareja, y éstos no aparecen protegidos por la Ley.

Este punto de vista se ha extendido a aquellos sectores de la prensa deseosos de encontrar motivos para criticar y descalificar al PSOE y se ha difundido la idea de la falta de rigor jurídico del proyecto y de la falta de preparación y de madurez del Gobierno por este motivo. No creo tampoco que la defensa que ha hecho el Gobierno y el PSOE del proyecto de Ley haya incidido en las razones profundas, ni haya explicado lo justificado del intento.

El trato desigual que plantea el anteproyecto tiene un apoyo explícito de la Constitución

Produce preocupación e incluso alarma la falta de preparación y de conocimientos de la mayoría del Consejo sobre la evolución histórica de los derechos humanos y sobre los matices que se han ido incorporando y enriqueciendo al principio de igualdad.

Hay que afirmar tajantemente que el trato desigual que supone una Ley de violencia de género no es inconstitucional, sino que por el contrario tiene un apoyo explícito en el artículo 9-2 de la Constitución española. Es curioso, por cierto, que no lo he visto mencionado en las ya muchas páginas escritas sobre el tema.

El citado artículo establece que "...corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social...".

Hay, por consiguiente, dimensiones de igualdad que equiparan situaciones de diferencia como el sexo, el nacimiento, la raza, la religión, la opinión. Son iguales para el Derecho el hombre y la mujer, el hijo nacido en el matrimonio y el nacido fuera del mismo, el blanco y el negro, el creyente y el no creyente, el heterosexual y el homosexual, etc... No pueden ni deben ser discriminados ni tratados desigualmente. Es lo que llamamos igualdad como equiparación, que es una igualdad formal, igualdad de reconocimiento de trato, de consideración ante el Derecho. Aquí todos los sujetos de Derecho y destinatarios de las normas son hombres y ciudadanos o, mejor dicho, personas (hombres y mujeres) y ciudadanos, iguales ante la Ley. Las diferencias no son relevantes para un trato desigual.

Sin embargo, el análisis histórico y la aproximación estadística y sociológica han permitido apreciar la existencia de bolsas de desigualdad de sectores marginados, disminuidos o maltratados, dentro de estatutos jurídicos de igualdad formal, la que hemos llamado de equiparación.

Pese a existir igualdad para el sufragio activo y pasivo en el reconocimiento constitucional del sufragio universal entre hombres y mujeres, lo cierto es que esa igualdad es real respecto al sufragio activo, la capacidad de elegir, pero no lo es respecto al sufragio pasivo, la capacidad de ser elegido. Pese a que llevamos varios años -que son más en otros países de Europa o América del Norte- la igualdad real no acaba de producirse en el sufragio pasivo: hay mayor número de elegidos varones. Por eso en muchos países se han establecido leyes electorales de género, obligando a situar a mujeres en zonas donde tendrán seguridad de ser elegidas, en detrimento de hombres que serían pospuestos a lugares posteriores en las listas.

El caso que nos ocupa es intelectualmente igual para crear condiciones para que la violencia de género se equilibre hasta su reducción total, estableciendo medidas de protección a quienes más sufren esos ataques: las mujeres. En éste y en el supuesto anterior de lo que se trata es de promover las condiciones y remover los obstáculos para que se equipare la situación de ambos a través de un trato desigual. Aquí la igualdad no se consigue equiparando, dando un trato igual, sino diferenciado, apoyando y protegiendo a quienes están en situación de inferioridad. No son ya los derechos del hombre o ciudadano, son los derechos de las personas situadas y concretas, que por diversas razones no se encuentran realmente en una situación de status o condición equiparable, sino que sufren una desigualdad real que no se resuelve con la igualdad como equiparación. Estos días se ha hablado de discriminación positiva, terminología apreciada por los militantes de los derechos humanos y que explica con ese mensaje paradójico una discriminación que se valora positivamente, porque no protege a todos sino a aquellos que en el marco de una igualdad formal se encuentren en situación de desigualdad real. Prefiero hablar de igualdad como diferenciación para identificar a estas situaciones, donde el trato desigual pretende equiparar e igualar a los que, siendo en el punto de partida formalmente iguales, son realmente desiguales. Por eso, si la igualdad como equiparación se da desde el punto de partida, esta igualdad correctora sólo aparece como un horizonte a alcanzar en el punto de llegada. Las medidas correctoras, formalmente desiguales, que tratan desigualmente a hombre y mujeres y que sólo protegen a éstas, son actuaciones para restablecer la igualdad real, promoviendo de esa forma las condiciones que la hacen posible y removiendo los obstáculos que la impiden o la dificultan.

El objetivo de la igualdad como diferenciación se distingue de los privilegios de origen medieval "otorgados apartadamente a algún lugar o a algún ome para facerle bien o merced" como decía el Rey sabio, porque en aquel caso el trato desigual pretendía perpetuarse con un "status" de diferencia, era la "desigualdad como diferenciación", una discriminación legal justificada, porque los desiguales eran pobres, analfabetos, siervos o personas en una situación de inferioridad en un gremio o en una corporación. Las situaciones de desigualdad material en una igualdad formal alcanzan hoy a otros sectores por razones culturales -anciano, niño, mujer-, por razones físicas o psíquicas -discapacitados-, por razón económica -consumidores-, por ocupar una situación de dependencia especial -presos, enfermos-, etc. En todos esos casos estamos ante titulares de derechos que no son de todos, sino sólo de esas personas situadas y concretas que necesitan tratamientos de apoyo específico desde derechos fundamentales que se justifican desde la igualdad como diferenciación.

No sé si había otras razones técnicas criticables en el proyecto de Ley Orgánica de violencia de género: éstas que se han esgrimido son insustanciales y signo de una patente ignorancia sobre la situación actual de la cultura de los derechos humanos. Los hombres no dejan de estar protegidos si se ejerce violencia sobre ellos en este escenario de las relaciones de pareja. Lo están por los cauces ordinarios del Código Penal en los delitos de lesiones, de homicidio, de asesinato o parricidio atinentes al caso. Dejen de rasgarse las vestiduras quienes ven en este supuesto una situación de inconstitucionalidad. Estudien y profundicen más en la evolución del pensamiento jurídico en materia de derechos humanos y sobre el constitucionalismo social. El Gobierno lo ha hecho bien y la opinión pública puede y debe estar tranquila. Una Ley protectora de la mujer contra la violencia de género es claramente constitucional, es oportuna y es justa. Deben cesar las críticas en este terreno y buscar el rechazo de la política gubernamental en otros más acertados. De nuevo proliferan los argumentos estúpidos, signos de ignorancia, o, lo que es peor, de voluntad de confundir. Por el contrario, una medida de este tipo es prueba de buen sentido. No por gritar mucho ni por rasgarse las vestiduras con muchos aspavientos se convierte en razón a la sinrazón.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid

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