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La ceremonia de la confusión

Por fin han acabado las elecciones. Los ciudadanos podemos esperar, con prudente confianza, que los políticos dejen de intentar convencernos de lo mentirosos que son sus adversarios y empiecen a ejecutar propuestas razonables, o efectuar críticas constructivas. Tal vez, incluso, sea el momento de corregir desaguisados y replantearse algunos proyectos estrella elegidos en el fragor de la batalla.

En el colegio nos decían que el buen político era una persona que administraba los dineros públicos con la misma diligencia que se atribuye a los padres de familia en la gestión de la economía doméstica. Sin embargo, la asignación de los recursos públicos que efectúa el Consell de la Generalitat Valenciana de unos años a esta parte, provoca serias dudas respecto a esa diligencia, e invita a preguntarse si estamos en buenas manos o en la de unos dilapidadores.

Resulta insólito ver tan reivindicativo al Presidente de la Generalitat Valenciana con el Gobierno central después de años y años de obediente sumisión. Acude a Madrid a exigir financiación al cien por cien para las obras de la Copa del América (está bien aspirar al máximo y exigir un trato similar a Sevilla y Barcelona en el 92, aunque entonces las administraciones autonómicas también aportaron algo más que entusiasmo). No seré yo quien le diga que no continúe por ahí -aburridos estamos los valencianos de pleitesía secular- siempre que sea honesto y no se pierda por los caminos de la demagogia. Ofrecerse a ejecutar y financiar él solo el trasvase del Ebro (900 Km de tuberías a través de cuatro comunidades autónomas, dos de ellas hostiles) cuando las arcas autonómicas están a dos velas, es demagogia; ofrecer agua gratis también lo es. Incluso, ganaría autoridad negociadora si acudiera a Madrid con algunas cuestiones internas enderezadas que le avalaran como un gestor impecable de los dineros públicos. El problema es que la situación económica de la Generalitat da, hoy por hoy, para pocas alegrías y provoca buenas dosis de desconfianza. Sirvan los siguientes ejemplos:

- La deuda de Terra Mítica publicada es de 218 millones de euros.

- La de RTVV alcanza los 553 millones de euros. Y los contenidos vomitivos.

- El desequilibrio presupuestario de 2003 se cifró en 701,8 millones de euros, una singular interpretación de la política de déficit cero que defiende el PP con uñas y dientes.

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- De otros asuntos como la Ciudad del Teatro, la Ciudad del Cine, la Ciudad de la Luz, la Ciudad de ... lo que sea, el Teatro de la Ópera, la Ciudad de las Artes, nos llega noticias de alarmantes de sobrecostes de ejecución respecto a los proyectos aprobados inicialmente, ya, algunos, faraónicos en su origen.

- O de contratos millonarios (Settembrini, Irene Papas), opacos, o casi opacos, como el de Julio Iglesias con pago en las Islas Vírgenes -desolador que el Gobierno autonómico se preste a contratar en dinero negro-, con figuras que se acercan por Valencia de uvas a peras, y escasos resultados.

- La Esfera Armilar, presupuestada con precios de hace tres años en 60 millones de euros, ¡que maldita falta hace!, surge en este contexto como una cara y caprichosa extravagancia.

¿Cuándo se va a empezar a poner orden, en el más amplio sentido del término, en este caos?

Administrar recursos siempre escasos para las necesidades crecientes de una sociedad en desarrollo, significa elegir, esto es, priorizar un proyecto y sacrificar otros. No se trata de gastar más -la Generalitat Valenciana es el Gobierno autonómico más inversor, según informaciones publicadas en las páginas financieras de este periódico, y también de los más endeudados- sino de invertir con cabeza en aquellos proyectos con mayor demanda social o que más capacidad de dinamismo tengan sobre otras inversiones. Gregorio Martín en su artículo del domingo 13 de junio daba una buena receta: AVE Madrid-Valencia por Cuenca, ancho ferroviario europeo para mercancías, eje portuario Valencia-Sagunto, etc., a lo que añadiría dignificar la enseñanza pública, como mínimo, construir los centros de salud que faltan para garantizar la cobertura completa de la asistencia sanitaria primaria, proteger nuestras playas (lo que queda de nuestro litoral), fomentar la inversión en tecnología punta e incrementar la productividad de nuestros sectores industriales, recuperar el patrimonio inmobiliario monumental y, en fin, una lista de objetivos pendientes a los que nunca les llega el dinero. Tal vez sean inversiones menos aparentes, pero muchos las consideramos más importantes.

A ninguna familia sensata con problemas de liquidez para pagar a sus proveedores habituales o llegar a final de mes se le ocurre embarcarse en la compra de un yate de recreo, por ejemplo. A eso se deberían referir en el colegio cuando explicaban lo de la diligencia de los padres de familia: a saber elegir.

María García-Lliberós es escritora.

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