El déficit cero como fin en sí mismo
La pasada semana, el director general de Inmigración de la Comunidad de Madrid presentó los últimos datos de empadronamiento de la región. Según los mismos, el 12,3% de las personas que viven en la misma son extranjeros, lo que significa un 2% más que un año antes. Este porcentaje del 12% (al que hay que añadir los que no tienen papeles y están sin regularizar) es muy superior al de otras zonas de España y se acerca a los máximos existentes en otras naciones europeas.
No era preciso esperar a que el padrón reflejase el rapidísimo crecimiento de inmigrantes en Madrid; bastaba darse una vuelta por su calles y barrios, o tener la desgracia de tener que pisar los servicios de urgencias de los grandes hospitales, completamente hacinados. A reventar. Las costuras de la sanidad autonómica están rotas. Sólo quien desconozca esta realidad de necesidades crecientes puede defender la política del déficit cero como un fin en sí mismo. Hay otro modo de mantener la estabilidad presupuestaria y paliar estas necesidades, que es subir los impuestos. Pero Esperanza Aguirre no sólo ha dicho que mientras sea presidenta de la Comunidad no los incrementará, sino que en la SER explicó que una de las cosas que le diferenciaban de su antecesor, Alberto Ruiz Gallardón, es que a éste le gustaban los impuestos y a ella no.
Reconocer con luz y taquígrafos estas diferencias entre las coyunturas de unas regiones geográficas y otras, respetando su autonomía presupuestaria y fiscal, es uno de los objetivos de la reforma de la Ley de Estabilidad Presupuestaria que ha anunciado el vicepresidente Solbes en el Congreso. La ley del déficit cero fue una iniciativa del PP en el año 2001, que quiso ser consecuente con la defensa cerrada que del mismo hizo en Europa. Pero entre sus consecuencias negativas están que durante los dos mandatos de Aznar se redujo el porcentaje de gasto social en España respecto a la media de la UE, y que nuestro país se quedó a la cola de las inversiones en I+D+i. Fuimos los más ortodoxos en cuanto al manejo de las cuentas públicas (sin tener en cuenta los criterios de contabilidad creativa aplicada), pero perdimos terreno en convergencia real y en competitividad. La pregunta que hay que hacerse es cuánto más se habría acercado España a la renta per cápita europea si hubiera mantenido los porcentajes de productividad que tenía en los periodos anteriores a la entrada del PP en el Gobierno.
Los otros objetivos centrales de la reforma de la Ley de Estabilidad son mantenerla a lo largo del ciclo económico -no ejercicio a ejercicio, como hasta ahora- para conjugar esa estabilidad con el crecimiento económico. Es decir, mantener la capacidad de hacer políticas económicas anticíclicas cuando las cosas vienen mal dadas, y viceversa. Y separar las cifras de la Seguridad Social de las de la Administración central, en vez de sumarlas como hasta ahora, realizando otro artificio contable. En definitiva: que se permitan déficit transitorios en función del ciclo económico, y que se otorgue a las comunidades autónomas más capacidad de decisión.
Cuando Solbes fue nombrado comisario europeo de Economía hizo unas declaraciones en las que decía: "Soy más liberal que Rato". El equipo de la Vicepresidencia Económica, incluidos los dos secretarios de Estado, Miguel Ángel Fernández Ordóñez y David Vegara, no es precisamente una célula de peligrosos intervencionistas. Pero saben que para que las normas funcionen hay que dotarlas de flexibilidad y transparencia. Cuando se aplican mecánicamente saltan hechas trizas.
En buena parte ello es lo que está ocurriendo en Europa. El desprestigio en la aplicación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) -que permite un déficit público del 3% del PIB nacional- ha sido tan grande, que se corre el riesgo de que en vez de aumentar la gobernabilidad y la coordinación de las políticas económicas europeas, se acabe debilitándolas. Por eso, más allá del debate español y del texto definitivo de la Constitución europea, urge que la reforma del PEC sea efectiva cuanto antes.
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