Angélica
Firmas en la feria del libro. A veces firmas con tiempo para mirar a los ojos al lector, otras, con prisa. Apurada por la cola que espera bajo el sol ardiente haces un garabato y sientes que hay una impostura en ese gesto, como si estampar una firma deprisa y corriendo fuera más cosa de famosos de la tele, de futbolistas, que de alguien que busca una comunicación íntima. A veces parece que los seres humanos que se acercan hasta tu caseta responden a estereotipos que se repiten todos los años: el niño tímido, la madre que lo empuja bruscamente para que te diga cosas ("¿No tenías tantas cosas que preguntarle? Pues aprovecha, hijo mío, que pareces tonto"); el marido que se queda atrás, desconfiado, como si no quisiera ser partícipe de algo que considera pueril; la pareja de gays que te adora; el que te canta las cuarenta por un artículo del que ni te acuerdas; la anciana brava; el joven candoroso; los padres de un bebé al que quieren santificar ya con un libro dedicado para que sea futuro lector; la que duda, duda, y duda y pregunta todos los precios y al final no se lleva ninguno..., y tú misma, ahí, con sonrisa de agradecimiento, o falsa, o de tonta.
No es fácil ser lo que los demás esperan que seas. Y en esa especie de rutina anual, de pronto, algo que irrumpe inesperadamente. Una mujer te dice que le firmes un libro para su hija. ¿Cómo se llama?, preguntas. Angélica, te responde. Y cuando ya estás escribiendo el nombre femenino, la mujer te pone una foto delante. Es ella, dice. La muchacha de la foto tiene unos diecinueve años, la cara muy dulce. "Vino el año pasado a que usted le firmara", dice. Yo intento hacer memoria. "Ahora ella ya no está, pero de todas formas, quiero que usted le dedique el libro, como si siguiera aquí". Dónde está, pregunto. "La perdimos el 11 de marzo". Firmo el libro a ese dulce fantasma. No me parece extraño el ritual. Pienso que tal vez yo, si perdiera un hijo, haría lo mismo. Tomo la mano de la mujer. Y entre todas las voces, las miradas de los lectores, los montones de libros, las ventas y las vanidades, se establece un espacio de intimidad. Un espacio en el que sólo caben su mano y la mía.
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