El antisemitismo
Para quienes hemos seguido con atención la evolución del antisemitismo en Europa y en el mundo hasta el Holocausto y después de él, el momento actual es de una alarmante preocupación, por lo que se refiere a la judeofobia reinante. O mejor sería decir sutilmente reinante. O latentemente reinante. Nadie parece reparar en cuestiones que están ante nuestros ojos, tales como que los colegios de las comunidades judías en Europa tienen que estar custodiados por la policía, ante las reiteradas y nada veladas amenazas. O nadie tampoco ha observado que las comunidades judías europeas están doblemente amenazadas por el integrismo islamista: por ser europeas y libres y por ser judías, y, por tanto, objeto bendecido de su odio. ¿Reacciona la intelligentsia europea con indignación ante ello? En absoluto, más bien tiene una sórdida y autojustificada complacencia.
El antisemitismo europeo tiene unos tintes de cierta aceptación tácita, justificada por ancestrales prejuicios muy interiorizados, pero hoy por hoy sigue los parámetros del antisemitismo musulmán, que está arraigando en Europa, y que es feroz, inconcebible para el bienpensante europeo, siempre por detrás de la realidad, y más aún para la izquierda europea, que en este sentido se guía por el burdo patrón de asociar a los judíos con el capitalismo (algo tan estúpido como asociar al judío con la muerte de Cristo). Este cliché manido y esgrimido por el antijudaísmo desde comienzos del XIX es hoy un verdadero fantasma que recorre Europa, lo que parece darle una estrechez de miras a los razonamientos de izquierdas, de por sí simplistamente antisemitas, poniendo de manera maniquea el bien absoluto en los oprimidos palestinos, como si fuesen la quintaesencia del proletariado y del antinacionalismo, y el mal absoluto en los opresores israelíes, capitalistas y nacionalistas. En este asunto, la izquierda es de una ingenuidad pasmosa. Y la derecha, por su parte, manifiesta una displicencia despectiva, pues para ella los judíos son la esencia de la subversión y del anticristo. Es curioso que en cuanto a antisemitismo, la izquierda y la derecha siempre han estado de acuerdo.
Por lo general, en el imaginario de la gran mayoría de la gente se sustituye israelí por judío. Y sin matices, como bien se lamenta David Grossman en su libro La muerte como forma de vida. De ahí que toda la animadversión que puede despertar la política de Ariel Sharon y del intransigente Likud, deficiencia palmaria del sistema democrático israelí, se extiende, invariable y nada críticamente, a toda la población judía, allí donde esté y sea cual sea su nacionalidad. Por otra parte, el antisemitismo árabe no tiene disimulo, es motivo de orgullo en los países árabes. Qué error histórico tan grande el de aquellos que no ven en el integrismo islámico palestino o paquistaní a los herederos reales de los nazis. Este discurso emparenta al neonazi francés o español (que al lado del odio musulmán casi produce ternura) con la variante de los mismos que serían las grandes masas de jóvenes islámicos que en París, en Londres, en Roma o en Madrid van alentando y exhibiendo un odio radical a los judíos, con el beneplácito del resto de la sociedad, que contempla esta ascensión fanática y xenófoba con la mayor indiferencia, si no con el inveterado agrado cristianoide de la sociedad alemana en los años treinta. Porque todos los gritos en el cielo que se oyen contra la xenofobia hacia los musulmanes, no se oyen por igual cuando se trata de la xenofobia feroz y sangrienta que los musulmanes aplican contra los judíos.
En Europa, en París concretamente, se vuelve a pegar a los judíos por la calle, y nadie hace nada. Se encuentran bombas en sinagogas. Se profanan cementerios y tumbas judías. Las sinagogas están protegidas por la policía. Las comunidades judías festejan sus fiestas con discreción y tienen que actuar con mil prevenciones y cuidados. Se oyen comentarios en la calle o se leen artículos en revistas dirigidas a la población musulmana llenos de odio hacia el judío. ¿Qué libertad es ésta? ¿Qué futuro va a estallar?
Haciendo un análisis somero de la situación, se deduce que la gran coartada para el antisemitismo de hoy tiene varias caras. Una, la represión sharonista de los palestinos. Es indudable que una política tan contestada incluso en el propio Israel genera posturas radicales en ambos bandos, pero pareciera que la represión generase un manto inmaculado sobre los palestinos y justificase con ello el odio hacia el judío en general. Es un esquema mental interiorizado por la sociedad occidental. No es una circunstancia política. Y eso se lleva al doble rasero con que se enjuicia de manera minuciosamente intransigente todo hecho político israelí, al margen de que sea o no censurable.
Dos, la ignorancia simplista acerca de la creación del Estado de Israel, volviendo a cuestionarse su existencia o la legitimidad de su fundación. Por mucho que se quiera camuflar el conflicto judeopalestino bajo la apariencia de un Estado que reprime un movimiento de liberación (esquema sobre el que han basado toda su supervivencia política Yasir Arafat y Al Fatah), la verdadera cuestión es ésta: la existencia de Israel. En Europa no se toma nadie en serio el peligro real de que la historia reciente se repita (Auschwitz está demasiado cerca). O quizá sea peor, como se preguntaba recientemente George Steiner: ¿qué garantía hay hoy, y quién puede darla, de que dentro de cien años exista el Estado de Israel, de que esa conquista real de los judíos en dos mil años perdure? ¿Qué amenaza real a medio o largo plazo suponen los países vecinos, alimentados por capas de sociedad muy empobrecidas cuya única obsesión no es salir de su pobreza (nuevo error de la izquierda), sino alcanzar la salvación por el odio y la muerte, como bien predica la yihad coránica? ¿Qué amenaza supone en sí el futuro -e inevitable- Estado palestino, armado por sus vecinos árabes, que ahora utilizan a los palestinos de ariete, y que no dan ni un dólar humanitario, sino que todo lo aportan en armas clandestinas y en odio?
Y, finalmente, tres, la no aceptación en el mundo de que los judíos, los israelíes, lleven las riendas de su futuro con la misma firmeza que cualquier otro país de historia tan corta. Porque la historia de Israel es muy, muy corta: 56 años tan sólo. Es como si en la conciencia europea (y su más burda caricatura, la conciencia medievalista musulmana), el judío hubiera de ser alguien inferior al que poder castigar, pegar, quemar, humillar o matar. Alguien a quien dominar. Pero nadie capaz de ser igual. Y ahora, en estos años, después de ganar tres guerras y de imponerse en medio de constantes amenazas, no se pudiera soportar su capacidad de decisión libre. Cuando Sharon dijo: "Estamos solos", lo cierto es que dijo una verdad irrefutable.
En nuestras sociedades llenas de moral y de piedad, hemos acabado siendo rehenes consentidos de la trampa que ha tendido el discurso islamista basado en la mentira, en la lectura arribista del Corán y de su inaceptable contaminación de la vida civil bajo apariencia de pautas religiosas. Pero sobre todo somos rehenes del doble juego de irresistible compasión que inspira el discurso oficial palestino, sea desde la Autoridad o desde Hamás (la verdadera autoridad).
Europa tiene un peligro latente en su propia naturaleza de sociedad abierta y progresista, en su sociedad civil de derechos garantizados y de valores humanos, y en su bienestar, un bienestar que esconde una decadencia o el principio de una decadencia. El islam puede ocupar el mismo papel desestabilizador que el cristianismo primigenio en la época del Imperio Romano, y representar así un peligro latente, mientras no encuentre dentro de sí mismo elementos de renovación y de maduración civil y laica. Esperemos que su fanatismo integrista esté -¡ojalá!- en la fase final de su evolución, como ha sugerido Gilles Kepel. Pero en medio de eso, los judíos están amenazados y mucho me temo que lo que se está dirimiendo es algo más profundo: si cae un judío por ser judío, como sucedió con el Holocausto, caemos todos en Europa. Que la historia no se repita, pero no hay garantías. Hay demasiado olvido, demasiado prejuicio y demasiada ignorancia.
Adolfo García Ortega es escritor y autor de El comprador de aniversarios.
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