La poesía de Claudio Rodríguez brilla en un homenaje lleno de anécdotas y emoción
Cañas, García Montero y De Villena cierran hoy un ciclo sobre el autor de 'Don de la ebriedad'
Cuatro días de recuerdos y poemas bajo el nombre de Claudio Rodríguez, desde la amistad, un ciclo que concluye hoy en el Ateneo de Madrid y una antología de su obra, editada por Ángel Rupérez (Colección Austral), rescatan la poesía luminosa del precoz autor de Don de la ebriedad (1953), de cuya muerte se cumplirán cinco años el próximo 22 de julio. De hondura mística y gustos sencillos, a Rodríguez le bastaron sólo cinco libros para tutearse con la eternidad. "Por su calidad y fuerza extraordinaria, la poesía de Claudio vive hoy un gran momento entre los jóvenes", dijo ayer Francisco Brines.
"Mi poesía tiene un trasfondo religioso, pero yo no soy un tipo confesional"
"Me gusta verme como una especie de bardo que forcejea con las palabras"
Algunos nombres unen al arte cierto velo de leyenda. El poeta zamorano Claudio Rodríguez (1934-1999) comenzó a tejer la suya al ganar en 1953, con apenas 19 años y siendo un desconocido en el mundo de la poesía, el prestigioso Premio Adonais por su primer libro, Don de la ebriedad, una obra que había comenzado a escribir a los 17, "andando por el campo". Poeta de a pie, enamorado de la naturaleza, Rodríguez anticipaba así una opción por lo cotidiano, por la intuición y la luz ("la poesía es vida, y si no, no es nada") que conservaría a lo largo de su obra, y siendo ya una gran figura de la llamada generación del 50.
"Hemos querido acercar el lado humano de Claudio Rodríguez, rescatar aspectos íntimos y poco conocidos de la vida del poeta y convocamos para ello a sus grandes amigos, que son, a la vez, los mayores conocedores de su obra", resumió ayer Alejandro Sanz, presidente de la Sección Literaria del Ateneo, responsable del ciclo Claudio Rodríguez, desde la amistad, que termina hoy, a las 19.30 horas (calle del Prado, 21). El último encuentro reunirá a los poetas Dionisio Cañas, "llegado especialmente desde Nueva York para participar en el homenaje"; Luis García Montero, y Luis Antonio de Villena. En las mesas redondas de los días anteriores han participado, entre otros, Carlos Bousoño, Antonio Colinas y el director de la Real Academia Española, Víctor García de la Concha.
Claudio Rodríguez nació en la ciudad de Zamora el 30 de enero de 1934, allí se licenció en Filología Románica y allí eligió ser enterrado, a pesar de haber vivido sus últimos años en Madrid. Sus compañeros de instituto lo recuerdan por su toque de balón, pero la literatura agradece un futbolista menos y un poeta indispensable.
Hijos de la luz, los versos de Don de la ebriedad maravillaron a sus lectores: "Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas, / sino muy por encima, y las ocupa, / haciendo de ello vida y labor propias"
. Su madurez y singularidad impresionaron a Vicente Aleixandre, quien se convertiría en su maestro y amigo de por vida.
Cinco años después, Rodríguez publicó Conjuros, su segundo libro, en el cual lo cotidiano, la ropa puesta a secar, la viga de un mesón, una copa compartida en una taberna cualquiera, se reivindica epifanía, ocasión de intensidad. Dice Ángel Rupérez en la introducción a su Antología poética: "Le corresponde a Claudio Rodríguez el mérito de haber sabido rescatar esas realidades humildes de su lugar subalterno en el mundo para dotarlas de una dimensión más vasta y grande por la cual se convierten en portadoras de significados plenamente espirituales...".
Gracias al apoyo de Aleixandre y de Dámaso Alonso, Rodríguez viajó al Reino Unido, donde vivió entre 1958 y 1964 y fue lector de español, primero en Nottingham y luego en Cambridge.
"Yo no puedo escribir poemas adrede, imponerme escribir. Me gusta verme como una especie de bardo que forcejea despacio con las palabras", se excusó alguna vez, casi con pudor, por sus meditadas correcciones, en las cuales la espera era una estación necesaria de la poesía. Siguieron tres libros más: Alianza y condena (1965), El vuelo de la celebración (1976) y Casi una leyenda (1991).
"Claudio es uno de los poetas más importantes del siglo XX, un artesano minucioso que sopesaba cada palabra y corregía mucho. Visionario, intuitivo, el poema comenzaba a habitarlo desde la mirada", apuntó ayer Francisco Brines, quien sumó también su memoria al homenaje del Ateneo. "Era muy llano, muy modesto. Le interesaba lo elemental, lo que era de todos: el aire, el follaje, el milagro de la respiración. Recuerdo que en un viaje conjunto íbamos por Castilla y comenzó a hablarme de las hojas de un árbol mecidas por el viento. Tenía la imagen tan presente y vívida como una madre cuando habla de un hijo ausente".
En 1983 se publicó Desde mis poemas, un recopilatorio de la obra de Rodríguez que le valió el Premio Nacional de Literatura, tras el cual su poesía recibiría, puntualmente, distinciones consagratorias: un sillón en la Academia (1987), en 1993 los premios Príncipe de Asturias y Reina Sofía y, tres años más tarde, el de la Crítica. Durante ese tiempo, había renegado de la fama ("¿pero qué es esa expresión horrible del cultivo de la imagen?") y resumió en 1988 su pequeño equipaje de recuerdos a Mauro Armiño: "Mi vida puede contarse en un abecedario ceniciento, como decía Blas de Otero. Desde que nací hasta hoy puede resumirse en un premio Adonais, mi intervención en los sucesos estudiantiles del 56, mi estancia como lector en Inglaterra, mis clases de entonces, y los cinco libros".
"Por esos vaivenes que tiene, la poesía hoy está derivando hacia una búsqueda de mayor interioridad, de un mundo más espiritual, que hacen que obras como la de Claudio, que siempre buscó ir más allá de la realidad, y del último Juan Ramón Jiménez vivan hoy un momento extraordinario", destacó ayer Francisco Brines. Rodríguez renegaba del rótulo de poeta místico, pero sabía que la poesía tiene algo de fuego sagrado: "Mi poesía tiene un trasfondo religioso, pero yo no soy un tipo confesional", afirmaba. "He sido pagano en que me ha gustado divertirme. Pero la poesía tiene algo de sagrado, busca lo secreto, es una celebración de la vida; de lo alegre y lo festivo, pero también de lo patético". En ese sentido, decía, ser poeta "es un acto de fe".
El ciclo de homenaje, que termina hoy, continúa una tradición iniciada en 1998, con motivo del centenario de Vicente Aleixandre. "Ése fue el último acto del Ateneo en el cual Claudio Rodríguez participó para recordar a su amigo y maestro", apuntó Sanz. "Ha sido precioso", decía ayer, muy emocionada Clara Miranda, viuda de Rodríguez y su compañera durante 40 años. ¿Un recuerdo? "Son tantos...", contesta, y al final escoge: "Nuestra vida en Inglaterra, en los cincuenta. Eran tiempos políticos muy difíciles en España, pero yo los recuerdo como años de vivirlo todo, leerlo todo... El cine de Antonioni, los Beatles, pasiones que Claudio y yo compartíamos".
Claudio Rodríguez murió rodeado de libros de poemas (Quevedo, Fray Luis, Eliot, Milton, Poe), fumando un pitillo negro tras otro y trabajando en un nuevo libro: Aventura. Once poemas en los que la incertidumbre y la curiosidad vuelven a hacerse canto: "Ya no hay contemplación sino aventura, / quietud y riesgo. Y no me llegues tarde".
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