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Crítica:CRÍTICAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un oscuro apocalipsis interior

En su mutua conexión, electrizante y casi hipnótica, primero en La pianista y dos años después en ésta, El tiempo del lobo, que ahora nos llega, la actriz francesa Isabelle Huppert se convirtió en una especie de médium del cineasta austriaco Michael Haneke, pues el entendimiento mutuo entre la intérprete y el director cuentan que alcanzó formas casi telepáticas de sorprendente intensidad.

En el formidable arranque y la primera hora de desarrollo de El tiempo del lobo se toca con las yemas de los ojos esa especie de electricidad anímica que llena la pantalla. La respuesta de la eminente actriz a la cámara es de una potencia expresiva fuera de lo común, pues la extraordinaria velocidad de gesto de Isabelle Huppert parece en la pantalla cosa natural y casi no se percibe vista por Haneke. El idilio profesional entre ambos artistas alcanza por ello en el arranque y el desarrollo inicial de El tiempo del lobo momentos sublimes.

EL TIEMPO DEL LOBO

Dirección y guión: Michael Haneke. Intérpretes: Isabelle Huppert, Béatrice Dalle, Patrice Chéreau, Rona Hartner, Maurice Bénichou, Olivier Gourmet,Brigitte Roüan. Género: drama. Alemania, 2003. Duración: 110 minutos.

La película es dura de ver, roza el hermetismo y quiere ser una lectura contemporánea del más antiguo poema germánico conocido, El canto de la vidente, un presagio apocalíptico que describe los signos inmediatamente anteriores a la llegada del fin del mundo. Y es ahí, en la representación del derrumbe último, donde asoma la pasión por la verdad que llena las tortuosas singularidades del cine de Michael Haneke y se percibe el gran riesgo estilístico que afronta en El tiempo del lobo, pues representa nada menos que la suprema de las catástrofes sin acudir a catástrofe visual alguna, sin efecto especial de ningún tipo, convirtiendo al inabarcable suceso en una simple ausencia de suceso, en un silencio y una quietud envolventes, asfixiantes, sofocantes, que conforman algo que se parece a un estado de espíritu.

A pie de pantalla, tras su proyección hace un año en el festival de Cannes, observamos que Haneke llena de precisión la pantalla de El tiempo del lobo, hasta el punto de que, siguiendo las huellas de la huida, no se sabe de dónde ni a dónde, de Isabelle Huppert y sus dos hijos, el espectador se va introduciendo paso a paso en una invisible e irrespirable atmósfera de rara realidad cotidiana. No hay dentro de esa atmósfera oasis ni treguas, sino una creciente espesura ambiental, una creciente sensación de enigma y una elevación de la crispación en las respuestas de unos personajes a otros. Y todo ello en paisajes naturales, sin indicios de derrumbes ficticios, sobre un dispositivo escénico de cine itinerante, lo que llamamos comúnmente un relato de camino, que no elude las leyes del género, pero que no cae en una tentación de caer en las facilidades genéricas. Y el fin del mundo se convierte así en un suceso interior, que escapa de la pantalla e invade la conciencia.

Pero mientras avanza el derrumbe hacia adentro del mundo de Isabelle Huppert y sus hijos, por contra el trazado del itinerario del personaje se hace cada vez más confuso, perdiendo paulatina e inexorablemente la tensión y temblor que tenía inicialmente, lo que impide ser a esta arriesgada aventura colectiva, épica y al mismo tiempo introspectiva, un trabajo redondo. En la zona final, El tiempo del lobo pierde aire, y decepciona.

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