Nadie
MONCHO ALPUENTE
"Mi nombre es Nadie", respondió el astuto Ulises a la pregunta de Polifemo, hijo monstruoso de Poseidón, que le tomaba la filiación antes de estabularlo como una cabeza de ganado más en el interior de su gruta, y la utilidad del ingenioso ardid se demostró unos días después cuando el cíclope tragaldabas, herido en su ojo único por tan sagaz cautivo, reclamó ayuda paterna al grito de: "Nadie me ha herido". Miles de nadies, donnadies, deambulan por Madrid, dispersos y tránsfugas de ellos mismos, invisibles para el ojo ciclópeo del Estado que no quiere verles, y no hay peor ciego que el que no quiere mirar. No surcaron el Mediterráneo en cóncavas naves como el de Ítaca, pero, atraídos por los cantos de sirena de la próspera Europa, embarcaron en pateras desde el continente africano y arribaron a Fuerteventura, los desventurados, y allí les cargaron en aviones como lastre humano y les trajeron a Madrid para ser albergados a cuenta del erario público en centros de internamiento, inexistentes o saturados. Los 2.838 deportados de las islas Canarias a Madrid en los últimos 17 meses, según un informe de la Fiscalía, son inexpulsables, no pueden ser devueltos al país remitente puesto que se ignora de dónde vienen. Algunos quizá ni siquiera sepan en qué parcela del Averno estaban censados antes, si es que lo estaban, pues es probable que nunca les tuvieran en cuenta, y los que sí saben su procedencia prefieren callarla porque, pese a sus incontables penalidades, prefieren el limbo actual al infierno pasado.
No me creo capaz de entrar en detalles sobre el tremendo impacto que debe producir en la mente humana el hecho de pasar en pocos días del continente natal al embravecido mar que muchos verían por primera vez, de allí al avión en el que por primera vez volaban y, por fin, a las calles de una "civilizada" metrópoli europea y cristiana. Para describir los efectos psíquicos de tan vertiginosa mudanza se me ocurre un experimento inverso: lanzar en paracaídas a los funcionarios responsables de la odisea de los casi tres mil subsaharianos, sobre el continente africano, con tres destinos a elegir: la jungla salvaje, el desierto ardiente, o los arrabales de Monrovia, Kampala y otras interesantes urbes de la zona, por supuesto sin papeles, sin lanza y sin cantimplora.
El informe de la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Madrid no deja lugar a dudas; los inmigrantes subsaharianos, que llegaban y siguen llegando a Madrid desde Canarias, en tandas de veinte o treinta, han sido traídos por la fuerza y "abandonados en la calle, indocumentados y sin trabajo", sin trabajo y sin posibilidades de conseguirlo, sin documentos y sin opción legal a poseerlos, en la calle y sin oportunidad de hallar un techo que no sea de la beneficencia. Entre Escila y Caribdis, entre la sartén y el fuego, los invisibles están condenados a la mendicidad o a la prostitución, a la esclavitud laboral o a la delincuencia.
Para hurtar el cuerpo de tan peligrosos escollos, muchos miembros de esta tribu oscura, anónima y perdida se dedican a estabular y guardar, a cambio de una propina, los rebaños metálicos de cuatro ruedas, vehículos totémicos que los cíclopes urbanos, en tareas propias de Sísifo, tratan inútilmente de aparcar. Junto al Canal de Isabel II, símbolo del progreso hidráulico, los subsaharianos pastorean una de las pocas reservas urbanas de aparcamiento libre y asilvestrado.
Allí estaban y allí seguirán estando si no les han capturado a lazo para llevárselos de excursión a Guadalajara, capital de la melífera Alcarria, para que no ensombrezcan con su andrajosa presencia la prestancia de la ciudad engalanada con fastuosos trampantojos para tapar las obras de las calles por las que transcurrirá la comitiva en la ciudad alegre y desconfiada. Burundi-Fuerteventura-Madrid-Guadalajara, alguien se ha propuesto que conozcan algo más de ese mundo que no pueden gozar. A muchos les hubiera gustado quedarse en Madrid, ahora que hay más trabajo, aparcando coches o de "guardamacetas", para impedir que los lotófagos, abúlico pueblo de comedores de flores, con los que pernoctó Ulises, arramblen con ellas para devorarlas en la intimidad de sus hogares, frente a la televisión, mientras las cámaras retransmiten el principesco evento en la ciudad encantada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.