Los malos tratos a prisioneros en Irak
La mayoría de los estadounidenses, tanto los que están a favor como en contra de la guerra, se han sorprendido ante las noticias sobre los malos tratos a prisioneros que están inundando los medios. Pero creo que no debería sorprendernos. La guerra alimenta el sadismo, y los campos de prisioneros de guerra son uno de los principales caldos de cultivo. Desde el punto de vista moral, lo peligroso no son sólo el calor de la batalla, el miedo y la ira producidos por el combate, sino también el poder incuestionado que conlleva la victoria. Lo único que se puede hacer por impedir el abuso y las atrocidades es un esfuerzo firme por mantener la disciplina y por instruir a los soldados en las normas del Ejército y los derechos de los prisioneros. Pero eso requiere el compromiso de los líderes políticos y militares, y nuestros gobernantes actuales muestran una falta de compromiso patente. De hecho, creo que la mayoría de los miembros del Ejército creen en las normas; son profesionales y su código de honor, así como el código legal y ético de jus in bello, excluye el maltrato a los prisioneros. Y comprenden la reciprocidad de los códigos; saben que algún día ellos podrían ser prisioneros también.
Pero el actual Gobierno de Washington parece actuar sin conciencia moral y sin ningún sentido del significado de la reciprocidad. El Pentágono de Rumsfeld puso a los prisioneros iraquíes en manos de unos reservistas a los que no se les mencionó la Convención de Ginebra, de agentes del servicio de inteligencia interesados únicamente en la obtención de información, y de trabajadores externos, algunos de los cuales, al parecer, ya tenían experiencia tanto en la gestión carcelaria como en los malos tratos a los prisioneros. Y el mensaje transmitido a estas personas fue el de una total indiferencia o algo peor, porque algunos de ellos llegaron a la conclusión, por las órdenes que recibieron, de que humillar a los hombres iraquíes capturados era parte de su trabajo. Se suponía que tenían que hacer todo lo necesario por debilitar la resistencia de los prisioneros para futuros interrogatorios.
Todo esto es vergonzoso, pero me temo que encaja demasiado bien con otras actitudes y políticas de la Administración de Bush. Pongamos dos ejemplos. Primero, esta Administración se compromete con la privatización en una escala que excede con creces lo visto en el país hasta ahora. La privatización de prisiones comenzó, creo, en la época de Reagan, pero la privatización de las cárceles militares, de la ocupación militar, y quizá de la guerra en sí, es una innovación de Bush II. En parte, es una forma de ocultar los costes de la guerra (y también, probablemente, de aumentarlos) y, por tanto, mina las estructuras de la responsabilidad fiscal. No hemos hecho más que empezar a enterarnos de cuántos trabajadores externos hay en Irak actualmente y cuánto se les paga. Pero mucho más importante es que estas personas no son responsables ante la ley militar estadounidense, y que se les ha garantizado la exención de cualquier futura jurisdicción iraquí. Si cometen crímenes en Irak, tendrán que ser procesados en Estados Unidos, y esos procesos son muy complicados. De modo que los trabajadores externos son responsables únicamente ante sus contratistas, y los contratistas son responsables únicamente ante el Departamento de Defensa (y sólo dentro de los límites de sus contratos), y el Departamento de Defensa es responsable ante el Congreso y el pueblo -sin contar que el Congreso y el pueblo tienen que atosigar a los burócratas del Departamento de Defensa para que les digan cuántos trabajadores externos hay, lo que están haciendo y cuánto están cobrando-. Esta serie de responsabilidades no tienen nada de transparente, y en este momento no parecen ser democráticamente aplicables.
En segundo lugar, Bush y sus colegas desprecian no sólo el respeto internacional de los derechos humanos en sí, sino los propios derechos, siempre que chocan con la política o los objetivos militares de la Administración. En momentos de guerra, los derechos tienen que estar equilibrados con la seguridad, pero no ha habido muchas pruebas de equilibrio en los últimos años. El fiscal general parece empeñado en establecer una categoría de personas, "combatientes enemigos ilegales", que carecen literalmente de derechos, que pueden mantenerse incomunicados indefinidamente. Los prisioneros en Irak supuestamente no entran en esa categoría, al menos en su mayor parte. Pero lo que también es cierto es que no se les ha tratado como beneficiarios de los derechos reconocidos por la Convención de Ginebra. La actitud despreocupada ante la Convención es muy propia de esta Administración. El mismo estilo se refleja en el hecho de que sus miembros están mucho menos preocupados por la violación de derechos que por las fotografías de las violaciones. Meses de protesta de la Cruz Roja no obtuvieron respuesta; el informe sincero y detallado (y sospecho que muy valiente) del general Antonio Taguba ni siquiera se había leído en el Pentágono..., hasta que las fotos comenzaron a circular.
Nada de esto debería sorprendernos. Deberíamos avergonzarnos de sorprendernos, porque es señal de que hemos estado ocultando o reprimiendo lo que realmente sabíamos: lo autoritario que se ha vuelto nuestro Gobierno. Tenemos que leer en esas horribles imágenes de jóvenes estadounidenses humillando y torturando a jóvenes iraquíes, la fisonomía moral de los estadounidenses de más edad, que son los que dirigen la función en Washington. El Gobierno de Estados Unidos procederá ahora, estoy seguro, a castigar a los jóvenes guardias de prisiones que aparecen en las fotos, y quizá a sus superiores inmediatos. Habrá consejos de guerra en Bagdad. Pero hay otro tipo de justicia, la justicia política, que se tiene que hacer en Washington. Los líderes que fomentaron el ambiente de despreocupación y desprecio respecto a las convenciones internacionales y los derechos humanos han de ser obligados a dimitir o derrotados en las próximas elecciones. Lo que los tribunales hacen es muy importante, pero lo que el pueblo hace, lo es mucho más.
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