Cegados por la victoria
Seguimos bajo el horror provocado por el conocimiento de las torturas infligidas a los prisioneros iraquíes de Abu Ghraib porque, como decíamos ayer, nada es igual después de haber sido difundido como noticia. Desde entonces, hemos visto al presidente de Estados Unidos, George W. Bush, acudir al Pentágono para respaldar a su secretario de Defensa, Ronald Rumsfeld, del que dijo que había hecho un trabajo soberbio y al que consideró el mejor de todos los que en la historia habían ocupado ese puesto. Después, con sorpresa pero sin pavo de plástico, fue Rumsfeld quien se personó en la prisión de las torturas al parecer para confortar a los suyos, sin que conste que acudiera a visitar a las víctimas que padecieron tan execrables abusos.
Como explica Michael Ignatieff, un problema relevante de las torturas es que infligen daños irreversibles también sobre aquellos que las perpetran. En La mancha humana, la novela de Philip Roth, puede seguirse el rastro de esos daños en muchos de los ex combatientes de Vietnam. Así que hay una especie de acción en cascada. El secretario Rumsfeld acude a elevar la moral de los suyos en Abu Ghraib, el presidente Bush se presenta en el Pentágono para confortar a Rumsfeld y nuestro ex Aznar vuela a la Casa Blanca para confortar con su bigote al jefe de las Azores. Ahora la cuestión pendiente es averiguar quién sostendrá el espíritu de José que tampoco es de cuproníquel. Se trata como enseguida veremos de situaciones extremas pero en ningún caso inéditas.
Ahí está, en nuestra Argentina querida, el caso de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), donde los pilotos y tripulaciones encargadas de los vuelos de la muerte, que arrojaban vivos al mar a los inservibles para nuevos interrogatorios, al tomar tierra de regreso eran confortados espiritualmente por los capellanes castrenses, en una versión anticipada de la labor que ahora haría un equipo de psicólogos. La cuestión a resolver también frente a las amenazas cualesquiera que sean a la democracia quedaba bien compendiada por Milan Kundera en el prólogo de una de sus novelas y consiste en cómo combatir la injusticia sin incurrir en ella. De ahí la advertencia de Ignatieff de que cuando un Estado aplica la tortura está declarando cosificables a los seres humanos, lo cual es antitético con el espíritu de una sociedad constitucional cuya razón de ser es el control de la violencia y de la coerción en nombre de la dignidad y de la libertad humana.
Por eso, los líderes políticos en una democracia amenazada tienen el deber inexcusable de guardar que las fuerzas del orden estén enfocadas en mantener los requerimientos de la legitimidad. Lo cual implica un ejercicio constante de la diligencia debida y del cumplimiento de las reglas, de forma que sean separados del servicio quienes deshonren la sociedad a la que están encargados de proteger. En esa misma línea sólo cabe coincidir con la afirmación de que nosotros estamos combatiendo una guerra cuya finalidad esencial es preservar la identidad misma de nuestra sociedad liberal y evitar que termine degradándose en lo que los terroristas creen que es. Cuando el debate se planteó aquí en época tan antigua como 1982 convocado por el entonces llamado Instituto de Cuestiones Internacionales, el profesor Antonio Beristain supo rechazar el empleo de la tortura que algunos peligrosos entusiastas consideraban como panacea de la eficacia precisa.
Además, por lo que a nosotros respecta, como tenemos preceptuado en las Reales Ordenanzas de 1978, véase su artículo 136: "A nadie ha de cegar la victoria; en ella se extremará la disciplina. Con el enemigo vencido se respetarán los derechos reconocidos por los convenios internacionales suscritos por España y las leyes y usos de la guerra". Y recordemos que la guerra no se hace teniendo solamente en cuenta la posibilidad de obtener una "victoria", entendida como beneficio resultante al descontar pérdidas y costos, sino para alcanzar la "gloria" que sólo se deriva de un modo de combatir conforme a determinadas reglas y usos. Dejarse cegar por la victoria o, dicho en términos clausewitzianos, rehusar una exacta definición de la misma y abandonarse a la idea de que puede ser ilimitada, equivale a deslizarse hacia la ineludible derrota. Con o sin la compañía del bigote amigo.
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