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Irak: la guerra después de la guerra

"Abril es el mes más cruel". Hace un año, el Primero de Mayo, George W. Bush, disfrazado de aviador, declaró desde la cubierta de un portaaviones cercano a la costa de California: "Misión cumplida". Un año más tarde, el famoso inicio de La tierra baldía, de T. S. Eliot, viene a cuento. Este abril ha sido el más cruel de lo que Susan Sontag llama la "Presidencia selecta" ("the selected Presidency"), que no propiamente electa, del ex gobernador de Texas.

Como tal, según lo narra Richard A. Clarke en su difundido libro Contra todos los enemigos, Bush declaró: "Dios quiere que yo sea presidente". Guiado por e1 Todopoderoso en las Alturas, Bush acaba de confirmar su mesianismo afirmando que é1 no obedece a su padre, el ex presidente George H. W. Bush, sino a "el Padre Más Alto", es decir, Dios mismo.

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Como Dios no tiene manera de responder a los despropósitos de Bush con palabras, lo está haciendo con actos. Un año después de declarar "Misión cumplida" y fin de las operaciones militares mayores en Irak, Bush se enfrenta a la cruda y ruda realidad de la guerra que desencadenó sin necesidad y por pura voluntad. El caos reina en Irak. El Gobierno de Bush no estaba preparado para la guerra después de la guerra: la violenta paz de un país ocupado y resistente.

Los hechos. Sumemos los hechos. El procónsul norteamericano en Irak, Paul Bremer, incrementó los errores iniciales. Cesó a treinta mil funcionarios del régimen de Sadam, la mayoría miembros del partido oficial Baaz. La burocracia dejó de funcionar y no fue reemplazada, con caóticos resultados para la Administración del país. Esto ocurrió el 16 de mayo. El 22, Bremer disolvió el Ejército iraquí, confiado en que las fuerzas de la "coalición", dominada por los EE UU, deberían imponer, a su buen saber, el orden de la posguerra. El resultado fue que medio millón de iraquíes se quedaron sin ocupación, armados y listos para combatir, llegado el caso, al lado de fuerzas insurgentes contra la Ocupación.

Bremer añadió a estos errores uno colosal: confrontar a los clérigos de la mayoría chií, opositores del régimen suní de Sadam Husein. Ignorando la composición étnica y religiosa (suní, chií y kurda) de Irak, así como sus tradiciones tribales, el virrey Bremer empujó al Ayatolá supremo de los chiíes, Alí al-Sistani, a propiciar la insurgencia de milicias en Nayaf. Ordenó el arresto y cerró el periódico del jefe insurgente Múqtada al Sáder, quien prontamente se atrincheró en la ciudad sagrada de Nayaf. No fue más feliz su trato con la minoría suní.

Éste es el cuadro primario de la posguerra en Irak: una fuerza de ocupación norteamericana enfrentada a una insurgencia tribal y religiosa. La guerra tecnológica desde el aire, carta mayor de la ofensiva de Bush, se redujo a algo que conocemos bien mexicanos, centroamericanos, vietnamitas, argelinos, subsaharianos, centroeuropeos y cuantos pueblos han sufrido los rigores y la injuria de una ocupación extranjera: la lucha calle por calle, casa por casa, con pérdidas crecientes para los invasores. Hay pandillas que ocupan barrios enteros de Bagdad.

Los invasores se creyeron liberadores. Pero el pueblo ocupado, ha dicho el ministro de Defensa de Polonia, no quiere "ser visto como aliado de los EE UU". Ello propicia un caos en el que los iraquíes, si no se unen a los guerrilleros, tampoco luchan contra ellos. En estas condiciones, la oferta política norteamericana ha quedado totalmente desacreditada. Un hombre sin el menor apoyo local, mero títere de los EE UU, Ahmed Chalabi, fue convocado del exilio para encabezar un Consejo de Gobierno impuesto arbitrariamente. Las fuerzas reales sobre el terreno -chiíes, suníes y kurdos- pronto demostraron que no habría nuevo Gobierno en Irak sin ellos. Arrumbado e impotente, Chalabi mismo se volvió contra los EE UU. La ocupación misma se vuelve insostenible. Los EE UU, para parafrasear la pintoresca expresión de Adolfo Aguilar Zinser, tienen que "tragar camote". Es decir: desdecirse.

La 'hubris'. La hubris, el orgullo desmedido, se paga caro. "Tómenlo o déjenlo", dijo Bush cuando se lanzó a la guerra contra Irak. "Con nosotros o contra nosotros. No tiene importancia. Los EE UU pueden, y quieren, actuar solos". Hace medio siglo, otro desbocado imperialista, John Foster Dulles, dijo: "Los EE UU no tienen amigos. Tienen intereses". Hoy, la consejera Condoleezza Rice le hace eco. Los EE UU, afirma, sólo atienden a sus intereses nacionales, no a los de "una ilusoria comunidad internacional".

La soberbia se tradujo en actos fatales para la "ilusoria" comunidad internacional. Se abandonaron las políticas de disuasión y contención. Se erigió el principio bárbaro del ataque preventivo. Se desdeñó a la autoridad competente (el Consejo de Seguridad de la ONU). Se pasó por alto el principio de la guerra como último recurso, soltando sin legalidad alguna los shakespearianos "mastines de la guerra". El requisito de la recta intención se convirtió en torcida intención: intención petrolera y dádivas contractuales a los amigos de Bush.

Las "razones" para ir a la guerra fueron cayendo una tras otra. Sadam no tenía ni tuvo ni tendría armas de destrucción masiva. Éstas, ha admitido el desconcertante subsecretario de la Defensa, Paul Wolfowitz, fueron invocadas por "razones burocráticas" para ir a la guerra. Desacreditando este pretexto, se invocó el siguiente: derrocar al malvado Sadam Husein, hechura frankensteiniana de los propios EE UU. Pero, ¿por qué Sadam y no otro de las docenas de tiranos y tiranuelos de este mundo: Mugabe en Zimbabue; la Junta Militar birmana; el déspota coreano Kim Il Sung; el brutal Muammar el Gaddafi, especialista en derrumbar aviones de pasajeros y hoy, como Sadam ayer, niño mimado de Washington...? Lo dije desde la campaña presidencial del año 2000. Ésta es una petroguerra en la que la codicia estratégica privó sobre toda otra consideración. Con razón Bechtel, la compañía de George Schulz, ha obtenido el primer contrato de construcción iraquí.

Una guerra injusta e innecesaria ha conducido a una posguerra larga y costosa. Setecientos cincuenta norteamericanos muertos en combate. Cuatro mil heridos. Once mil civiles iraquíes muertos. Un régimen de tortura y humillación monstruoso practicado por elementos de los EE UU en las mismas cárceles mortales de Sadam Husein... Evoco las palabras de Kurz en El corazón de las tinieblas, de Conrad: 'El horror..., el horror'.

Las soluciones. ¿Cómo salir de este desastre? "Tragando camote". La despreciada ONU vuelve a ser el camino, incierto pero único. La política exterior francesa, articulada por Jacques Chirac y que fue implementada por Dominique de Villepin, ha venido ofreciendo la salida política, legal y racional. Los EE UU, por sí solos, no pueden asegurar la transición política de Irak. Éste es un cargo que corresponde a la ONU y que consiste en establecer un Gobierno provisional tecnocrático que desaloje al actual Consejo títere, convoque una Asamblea Constituyente y dé voz a las fuerzas reales de Irak: religiosas y laicas, tribales y nacionalistas.

La Conferencia Nacional Iraquí propuesta por Chirac es realista. No excluye a las potencias ocupantes. Pero exige de los EE UU un alto grado de esa "humildad" que George W. Bush proclamó como su consigna electoral en el año 2000. La tarea no es fácil. La unidad iraquí está en cuestión. La condición para salvarla es que tanto la ONU como los EE UU regresen al camino del derecho internacional hoy vulnerado, reconociendo que puede haber unilateralismo militar, pero que legal y económicamente sólo puede haber salud en el multilateralismo. Éste es el mensaje que con vigorosa claridad dio Ernesto Zedillo en su discurso de fin de curso en Harvard. Es el mensaje de Fernando Henrique Cardoso ante la Asamblea Nacional Francesa: el terrorismo sólo puede ser vencido mediante la cooperación global que atienda los agravios que son su caldo de cultivo. Es el mensaje de Dominique de Villepin: "Sólo el respeto a la ley da legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad". Es el mensaje de Harry Truman al fundar la ONU en San Francisco: "A todos nos incumbe reconocer, por muy grande que sea nuestro poderío, que debemos negarnos la licencia de hacer lo que nos venga en gana". Es el mensaje de Bill Clinton en 1999: "Abandonemos la ilusión de que podemos para siempre reservarnos lo que le negamos a los demás". Es la lección de Felipe González: un orden internacional creado por todos, no por la supremacía de una sola potencia.

Es la sabiduría eterna de Pascal: "No pudiendo hacer que lo justo sea fuerte, hagamos que lo fuerte sea justo".

Otro sabio francés, Jean Daniel, ha escrito que la guerra en Irak desacredita a la guerra contra el terrorismo. En efecto, Bush se lanzó contra un tirano sin lazos con Al Qaeda o con Osama Bin Laden, aplazando la lucha contra los terroristas y dándoles la oportunidad de hacerse fuertes y golpear a España y Marruecos. Bush venció fácilmente a un Irak débil, postrado por las sanciones y el embargo que siguieron a la guerra del Golfo, reflexión debida a Barton Gellman en The Washington Post. Fortaleció, en cambio, a los fundamentalistas islámicos, empujados a las mezquitas porque el poder político lo tienen los regímenes autoritarios apoyados por los Estados Unidos.

La debilidad del poder. Pero la paradoja mayor es que el triunfo de los EE UU en Irak se ha traducido en debilidad para los EE UU dentro y fuera de Irak. Resquebrajadas sus más serias alianzas, rechazadas sus políticas por grandes mayorías mundiales, los EE UU deberán pagar una enorme factura económica por las aventuras del iluminado George W. Bush. El gasto militar norteamericano es de trescientos cincuenta mil millones de dólares anuales: el 36% del gasto mundial y más que el gasto unido de las nueve siguientes naciones. Sin embargo, no bastan estas sumas para someter y gobernar a un solo país, Irak, y mucho menos para abrir nuevos frentes, posibles y probables.

¿Quién paga la guerra? Una política económica clasista, indica Paul Krugman. Un keynesianismo de derecha que convierte el superávit en déficit mediante la multiplicación de gastos de defensa, menores impuestos, proteccionismo y la salvación de empresas quebradas. El déficit de la cuenta corriente norteamericana es de quinientos mil millones de dólares anuales. Los EE UU necesitan atraer capital foráneo. La detestada Francia tiene invertidos setenta y siete mil millones de dólares en EE UU, más que la inversión norteamericana en Francia.

El costo de la dominación mundial es altísimo, advierte el brillante financiero Felix Rohatyn. El unilateralismo daña a los EE UU política y económicamente. Daña los niveles de vida porque los EE UU dependen demasiado del capital y la energía foráneos. Los reclamos internos de la sociedad son demasiado grandes como para permitir los gastos interminables de la dominación militar.

Éstos son temas que debe abordar muy pronto el hasta ahora bastante pasivo candidato del Partido Demócrata, John Kerry. Pero sobre todo el senador por Massachusetts representa una oportunidad mayor para la diplomacia norteamericana: devolver a los Estados Unidos la credibilidad que las fracasadas políticas de George W. Bush le han quitado. ¿Quién volverá a creer a Bush la próxima vez que grite: "¡Ahí viene el lobo!"?

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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