La traición
El oberst Alfred Redl, un coronel del Ejército austrohúngaro, lanzado hacia la sima de sus pasiones sexuales y estéticas, traicionó a su patria cuando, aún no declarada, se perfilaba una guerra en la que le iba la existencia a toda ella tal como se entendía a sí misma, como hogar de la seguridad plural. La guerra la perdió aquella patria y todos sus valores se hundieron en la ignominia. Redl se fue con ella, algo antes, con la tristeza y vergüenza de haber ayudado a hundir a un país al que prometió servir y al que ayudó a fenecer en la derrota. Se suicidó, por orden de la autoridad, en 1913 cuando la tragedia sólo se apuntaba. El elegante oberst Redl, perfecto espía inmerso en los sensuales episodios de los reservados del Hotel Sacher y otros selectos burdeles de oficiales de la época en Viena, fue ejecutado por su traición y fue él quien empuñó el arma que acabó con su vida. No era mal chico, decían sus compañeros. Le traicionó su capacidad de amar mucho y su inconsciencia ante el riesgo de sus camaradas que habrían de morir después.
Cuando fue descubierto, nadie pensó que la pena era superior a la culpa. Decenas de miles de austriacos, alemanes, checos, húngaros, rutenos y soldados de decenas de etnias podían con derecho achacar en su último aliento aquella muerte en juventud a la alegría y frivolidad de Redl, que en su día sólo recibió el epitafio de traidor. La pena de muerte y la inducción al suicidio, que es lo mismo, era entonces como ahora un brutal castigo injusto o un acuerdo entre caballeros nada inhabitual, especialmente entre militares. Mitigaba el oprobio.
Nadie espere que los tristes personajes que han hundido el honor del Ejército y de la democracia norteamericana para mucho tiempo, quizás para décadas o definitivamente en el mundo árabe, tengan el sentido del honor del oberst Redl. Hooligans con uniforme, más o menos iletrados y silvestres, de esa soldadesca que manda Washington a imponer sublimes mensajes de libertad y democracia al mundo exterior no entienden siquiera el significado de la traición cometida con sus incalificables obscenidades, torturas y humillaciones. Hacia sus camaradas en combate, hacia su pueblo hoy denostado en todo el mundo y hacia sus aliados y amigos, tan traicionados como la democracia de Thomas Jefferson y George Washington, que con todos sus defectos nos ha ayudado siempre a tener un mundo más humano, piadoso y mejor.
Pero la traición a los valores profundos de la sociedad abierta y compasiva y a la voluntad decidida de optar por la justicia y el respeto -aún los cimientos de la identidad de decenas de millones de norteamericanos- no son improvisación de una caterva de gentuza de uniforme surgida de la pobreza, la ignorancia y el solipsismo. Son producto muy previsible de esa cultura de impunidad procaz que se vio ya en My Lai, pero tras años de introspección post-Vietnam se erigió en código de Estado autojusticiero, en el que el presidente más ignorante de la historia de aquel gran país se arroga poderes para desactivar derechos de conciudadanos y fumigar el respeto a todo aquel que no lo sea.
La desvergüenza a la hora de ridiculizar e ignorar a un Tribunal Penal Internacional que nos dé garantías a todos por igual y el desprecio hacia los intereses de todos aquellos que no le plazcan o convengan en su momento hacen de la Administración actual de Washington un aliado objetivo de todos aquellos que son enemigos de los valores y principios que hemos asumido de las dos grandes revoluciones de la libertad que son la francesa y la norteamericana. Los niñatos torturadores de la América profunda que surgen en las terroríficas fotografías de Abu Ghraib son producto genuino de la arrogancia muy miserable de quienes se creen no tener que responder sino ante su dios de plástico y sus financiadores electorales. Es probable, ojalá sea así, que después de esta vergüenza y humillación -no ya a los iraquíes y árabes, sino a todo el mundo occidental- Washington y Jefferson vuelvan a surgir en la memoria de esos primos cada vez más lejanos que los europeos tenemos allende el Atlántico y que quienes son responsables de la ignominia habida paguen por ella. No pedimos que sea con la consecuencia y entereza del oberst Redl. Pero sí con un mínimo imprescindible de dignidad que aún no vemos por parte alguna.
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