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El regreso de los ogros

Jorge Volpi

Durante las últimas semanas han proliferado las noticias sobre uno de los crímenes más perturbadores de nuestro tiempo: la pedofilia. No se trata de una coincidencia, sino de una señal de alarma. A lo largo de estos días se lleva a cabo en Bruselas el esperado juicio contra Marc Dutroux, acusado de secuestrar, violar y asesinar a media docena de niñas y adolescentes entre 1995 y 1996. Dutroux ya había sido condenado por la violación de seis niñas en 1985, lo cual pone en evidencia una constante del abuso sexual: la incapacidad de la justicia -de nuestra sociedad- para prevenirlo.

Como un moderno Barbazul -la comparación es obvia pero justa-, Dutroux secuestró a cuatro niñas y adolescentes de entre ocho y diecinueve años y, con el conocimiento de su esposa, se dedicó a violarlas cotidianamente antes de dejarlas morir de hambre. Dos de sus víctimas, sin embargo, lograron sobrevivir: Laetitia Deles y Sabine Dardenne, entonces de doce años. Con admirable entereza, Dardenne, ahora de veinte años, encaró directamente a Dutroux durante las vistas y, haciendo gala de un lúcido humor negro, se negó a perdonarlo. Recordando a Hannah Arendt, lo más perturbador de este crimen es la banalidad de su repetición: semana tras semana, Dutroux abusó de las jóvenes como si se tratase de una rutina aburrida y sin sentido.

Al mismo tiempo que el proceso Dutroux, en Italia se producía un suceso paralelo. En la pequeña localidad de Città di Castello, Maria Molti, una niña de dos años, fue llevada a un hospital en estado de coma luego de que Giorgio Giorni, un "amigo de la familia" de veintinueve años, encargado de cuidarla, la golpease y abusase sexualmente de ella. La pequeña perdió la vida poco después. Aunque Giorni confesó haber sido presa de un "rapto de locura", la historia también dista de ser clara, toda vez que algunos rumores acusan a los padres de haber vendido a su hija por unas horas.

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En estos mismos días se exhibieron en Roma dos películas que se complementan a la perfección: Evilenko, de David Grieco, y Capturing the Friedmans, de Andrew Jarecki. Basándose en su propia novela, The communist that eat children, Grieco recrea la historia de Andrei Chikatilo, el profesor de escuela que asesinó y devoró a más de cincuenta personas. Huyendo tanto de los lugares comunes como del morbo inútil, Grieco traza el retrato del homicida -admirablemente interpretado por Malcolm MacDowell- y a la vez compone una sólida metáfora de la caída de la Unión Soviética y de la descomposición de nuestra época. De nueva cuenta, la gratuidad de los crímenes de Evilenko/Chikatilo se torna evidente: sus actos siguen velados por nuestra incapacidad de comprender los motivos no sólo de un caníbal, sino de un pedófilo.

En el extremo contrario, el documental Capturing the Friedmans, de Jarecki, es un desafío formal que reconstruye, desde todos los ángulos posibles, la vida de la familia que da título a la película, y en especial del enigmático padre, un profesor de computación acusado, junto con su hijo de dieciocho años, de abusar sexualmente de sus alumnos en el sótano de su casa. Jarecki opta por una pieza coral, donde entrevista a los involucrados y utiliza los vídeos caseros en donde los maniáticos Friedman capturaban su intimidad. Irritante, valiente y novedosa, la película lleva al límite la ironía de su título: pese a los puntos de vista expuestos a lo largo de dos horas por los Friedman, sus supuestas víctimas, sus jueces y sus defensores, al final resulta imposible comprender a esta familia disfuncional y llena de conflictos. A diferencia de otros tratamientos del tema, Jarecki no evita referirse al fenómeno conocido como "memoria inducida" -al ser interrogados una y otra vez, los niños pueden inventar las peores historias imaginables-, sin que ello impida al público extraer sus propias conclusiones sobre la culpabilidad de los acusados.

Dejando a un lado La mala educación, de Pedro Almodóvar, el último episodio de esta serie es narrado por Jason Berry y Gerald Renner en Vows of silence. The abuse of power in the papacy of John Paul II, publicado hace unas semanas en Estados Unidos. Berry y Renner estudian con gran cuidado las acusaciones de pedofilia lanzadas desde hace unos años por antiguos miembros de los Legionarios de Cristo en contra de su fundador, el sacerdote mexicano Marcial Maciel. Aunque este tema ha sido ampliamente tratado en México por la revista Proceso y otros medios, en especial por Ciro Gómez Leyva en el Canal 40, los defensores de Maciel han hecho todo lo posible para acallarlos (empleando amenazas y otras tácticas de presión).

Como señalan los autores estadounidenses, los acusadores de Maciel no son hombres que achacan su fracaso a los abusos sufridos en la infancia, sino personas respetables y exitosas que en cierto momento -a veces en el borde de la muerte- se negaron a guardar el secreto. En medio de los numerosos escándalos sexuales que han azotado a la Iglesia católica, la causa defendida por Antonio Roqueñí y por la experta en derecho canónico Martha Wegan ha sido sistemáticamente silenciada por la Congregación para la Doctrina de la Fe y por el propio Juan Pablo II, quien no ha dudado en exhibirse al lado de Maciel. A diferencia de otros miembros del clero amonestados o expulsados, Maciel no es un religioso cualquiera, sino el alma de una de las órdenes más ricas, poderosas e influyentes de la Iglesia católica. Según Berry y Brener, la propia Martha Wegan resumió el sentir del Vaticano con estas palabras: "Quizás sea mejor que ocho inocentes sufran a que miles pierdan su fe".

Por lo general, el abuso infantil es llevado a cabo por personas normales: padres, abuelos, hermanos, tíos... Si se trata de un delito tan difícil de prevenir -y de castigar-, se debe a los lazos de afecto que ligan al agresor con la víctima o su familia. Lo mismo ocurre en el caso de una figura considerada superior, como Maciel. Pero la indiferencia del Vaticano a la larga resultará contraproducente: los Legionarios de Cristo y los miembros de Regnum Christi, su brazo secular, tal vez sean capaces de olvidar los pecados de su "padre", pero millones de creyentes se alejarán de la Iglesia si ésta sigue comportándose como su cómplice.

¿A qué se debe este alud de noticias sobre la pedofilia? ¿Se trata de una enfermedad de nuestro siglo o es que antes nadie se atrevía a denunciarla? ¿O acaso su impacto ha provocado el surgimiento de "memorias inducidas" que exageran el problema? Dejando de lado las explicaciones psicológicas o sociales sobre estos "adultos que desean a los niños", lo más grave es el silencio de las autoridades. Una acusación de pedofilia puede arruinar la vida de un inocente, pero precisamente por ello es necesario despejar cualquier duda razonable. Una sociedad democrática no debe consentir razonamientos como el invocado por los defensores de Maciel: millones de personas sin fe no bastarían para justificar la vejación sexual de un solo niño.

Jorge Volpi es escritor mexicano.

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