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Tribuna:LA POSGUERRA DE IRAK
Tribuna
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Irak: tortura y honor militar

El autor sostiene en su artículo que ante los casos de tortura en Irak, la reacción propia de una sociedad desarrollada consiste en castigar a los culpables para demostrar que no se toleran estas conductas.

Las escandalosas fotos exhibidas por la CBS sobre los atropellos cometidos por ciertos militares estadounidenses con prisioneros iraquíes siguen sacudiendo, harto justificadamente, a la sociedad norteamericana y a la opinión pública internacional.

En principio, las reacciones ante la difusión pública de estas evidencias gráficas fueron verbalmente contundentes en el ámbito militar. El general Mark Kimmitt, jefe adjunto de las operaciones en Irak, afirmó: "Condenamos esas acciones indignas, que no representan en absoluto la conducta de los 140.000 combatientes estadounidenses que actualmente operamos en este país". Su argumento tuvo fuerte peso y aplastante lógica: "Nosotros exigimos a cualquier enemigo un trato correcto para nuestros hombres y mujeres cuando caen prisioneros. Por tanto, si no tratamos digna y honorablemente a nuestros enemigos capturados, ¿cómo podremos exigir a otros países y ejércitos que traten correctamente a nuestros soldados cuando caigan en sus manos?".

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Pero no han sido sólo militares norteamericanos los que han incurrido en este tipo de vilezas. También algunos de sus colegas británicos han revelado sus puntos flacos en este terreno. Otras fotos difundidas por el rotativo Daily Mirror muestran a militares del Reino Unido sometiendo a vejaciones, golpeando y humillando a prisioneros iraquíes, incluso orinando sobre uno de ellos, encapuchado y con la mandíbula y la nariz fracturadas por la brutal paliza previamente recibida, según precisa el diario.

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Ante éste y otros casos (un total de siete denuncias sobre las tropas del Reino Unido siguen bajo investigación), el jefe del Estado Mayor del Reino Unido, general Michael Jackson, proclamó con solemnidad y léxico específicamente británicos: "Estos hechos, caso de ser constatados, son incompatibles con los altos niveles morales que exigimos a nuestros militares. Los que cometen estos actos no son dignos de vestir el uniforme del Ejército de la Reina". (Los imputados son, por añadidura, miembros del Regiment of the Queen, de Lancashire).

En cuanto a su significado jurídico y moral, estos hechos subrayan una necesidad: la del castigo ejemplar. Los códigos militares estadounidense y británico -al igual, por cierto, que la legislación militar española, francesa, alemana, italiana, etcétera-, en línea con las exigencias de la moral militar moderna, rechazan explícitamente la aberración de la obediencia debida, obsoleto y negativo concepto -por desgracia, todavía vigente en otros ejércitos menos avanzados- que implica el cumplimiento de todas las órdenes, incluidas las delictivas, eximiendo de responsabilidad al subordinado que las obedece. Hoy, por el contrario, en los principales ejércitos occidentales el subordinado está legalmente autorizado -y resulta obligado de hecho y de derecho- a desobedecer la orden criminal, cargando con su responsabilidad penal si comete el delito que se le ordenó.

Esto significa que, ante los hechos que nos ocupan, no sólo aparecerán como responsables penales de estos excesos aquellos superiores que ordenaron, autorizaron o toleraron tales acciones, sino también aquellos subordinados que indebidamente las ejecutaron. Nadie podrá alegar que obedeció órdenes superiores, puesto que, si las hubo, se trató de órdenes de evidente carácter ilegal.

En cuanto al concepto del honor militar, estos hechos entran en esa categoría de actuaciones que denigran moralmente a las personas que las ordenan, a las que las permiten, y también a las que las ejecutan. Por el contrario, la posición de ambos generales, Kimmitt y Jackson -si sus palabras van seguidas de las adecuadas acciones punitivas-, son de las que dignifican su mando y su respectiva institución. Para empezar, se destituyó a la general estadounidense responsable de la cárcel de Abu Ghraib, y a otros 17 militares de diverso rango, presuntamente implicados en los hechos. De ellos, seis serán juzgados en consejo de guerra, acusados de incumplimiento del deber, crueldad, maltrato, agresión y actos indecorosos perpetrados contra los prisioneros. Pero la cuestión es: ¿resultan suficientes estas medidas?

Respecto a los comportamientos corporativos, la experiencia nos muestra que, ante la eventualidad de graves excesos en materia de derechos humanos cometidos por los ejércitos, caben dos tipos de reacciones corporativas. La primera, y por desgracia frecuente en las sociedades escasamente desarrolladas, consiste en asegurar a ultranza la impunidad de los torturadores mediante todo tipo de recursos, desde la ocultación sistemática, las presiones, artimañas e intimidaciones (sumamente eficaces en sociedades con ejércitos demasiado prepotentes y poder judicial demasiado débil), hasta la grotesca justificación de lo injustificable, considerando que es así como se protege más eficazmente a la institución. La segunda, en cambio, propia de las sociedades desarrolladas, consiste en proceder disciplinariamente contra los culpables con la severidad propia de los códigos militares, considerando que la defensa de la institución no puede exigir la impunidad garantizada de sus integrantes, sino, precisamente, el castigo de sus miembros indeseables. Es así como se defiende y mantiene el honor militar: mediante la condena de quienes lo quebrantan con graves violaciones de derechos humanos, y no escondiendo bajo la alfombra los gérmenes de podredumbre moral que puedan incubarse dentro de la institución.

En cuanto al ámbito de los mass media, estos hechos resultan también altamente significativos. Su difusión por prensa, radio y televisión vuelve a colocar en primer plano la responsabilidad y el servicio público prestado por los medios de comunicación. El silenciamiento y ocultación de estos excesos hubiera permitido mantenerlos, reiterarlos e incluso incrementarlos bajo la cobertura del desconocimiento absoluto, de la oscuridad total y, en definitiva, de la plena impunidad. Por el contrario, su divulgación informativa, al colocarlos bajo el foco de la atención pública, ha permitido someterlos al necesario escrutinio, lo que a su vez permitirá corregirlos, obligando a investigarlos, delimitarlos, individualizar a los inocentes y a los culpables, castigar a éstos e impedir abusos similares en el futuro. Una vez más, la información libre, la incómoda, la que pone el dedo en lo más doloroso de la llaga, cumple su impagable función social y moral.

El inmenso regalo recibido por Al Qaeda con esta auténtica crisis fotográfica no se lo han proporcionado en bandeja quienes han difundido estos excesos, sino aquellos que los han perpetrado. Ahora, Bin Laden y demás líderes integristas podrán decir a esa gran parte del mundo islámico todavía moderado, al que pretenden arrastrar al radicalismo: "Estas fotos demuestran al mundo la calaña moral de nuestros enemigos". Frente a esta acusación, nos toca a las sociedades occidentales demostrar que realmente estos hechos son excepcionales, que no los toleramos, que nuestro concepto del honor militar los condena enérgicamente, y que somos capaces de afrontar estas vergonzosas actuaciones con el debido rigor.

Por desgracia, hasta el momento las palabras de condena no guardan relación con la flojedad de las medidas punitivas, absolutamente insuficientes. Unas cuantas destituciones con amonestación y cambio de puesto, y media docena de imputados de muy baja graduación sometidos a consejo de guerra, no constituyen respuesta proporcional a la inmensa magnitud del daño causado por tan deplorable actuación militar.

Prudencio García es coronel ingeniero (R) e investigador y consultor internacional del INACS.

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