En el camino
La primera y más destacable parte del libro, Los niños en pie de guerra, corresponde a las notas tomadas por Delibes a comienzos de los años cincuenta para una serie de conferencias en Argentina y Chile, notas que luego reelaboraría para impartir un curso como profesor visitante en la Universidad de Maryland (Estados Unidos) en 1964. Se trata de una galería de retratos literarios agrupados en dos secciones: la primera, dedicada a la generación de "la inmediata posguerra", en la que ha solido encuadrarse al propio Delibes; y la segunda, sobre los llamados "niños de la guerra", a los que es patente que Delibes se sintió más cercano que a sus compañeros de generación.
ESPAÑA 1936-1950: MUERTE Y RESURRECCIÓN DE LA NOVELA
Miguel Delibes
Destino. Barcelona, 2004
172 páginas. 17 euros
Retrospectivamente, las consideraciones y los juicios que hace Delibes se benefician de sus impregnaciones autobiográficas, de sus derivas anecdóticas, que otorgan a este libro parte al menos del aliciente que puedan tener unas memorias literarias. Unas memorias escritas desde luego con extremado pudor, pero también con una admirable ecuanimidad e independencia de criterio, que no se corta a la hora de exponer las objeciones que se derivan de una lectura muy perspicaz de la personalidad y de la obra de los autores comentados.
El olvido más o menos irredimible en el que han sucumbido algunos de ellos mueve a proponer una lectura por así decirlo "exenta" de unas semblanzas que, en su ponderación y en su fineza, cobran una ejemplaridad casi impersonal, que tienta proyectar sobre la actual nómina de novelistas españoles. Ahí está Tomás Salvador -oficial de policía, sordo como una tapia y falto de todo escrúpulo estético, según Delibes- sosteniendo que "en cantidad y en calidad" él es el autor de posguerra a quien más debe la literatura española. Ahí el ex seminarista José Luis Castillo-Puche con su "tono marchito y lúgubre", jactándose de su amistad con Hemingway y dejándose llamar "Kafka" por sus íntimos. Corre por algunas páginas de este libro un soplo de tristeza que es el que levanta inevitablemente el recuento de tantos empeños que se pretendieron memorables y que el tiempo ha sepultado.
Pero la lectura más corriente de este libro será la que mida los juicios volcados hace casi medio siglo con los que el tiempo y la tradición han dictado desde entonces, admirándose de las antenas tan sensibles de Delibes, de su tacto crítico para reconocer casi infaliblemente los méritos y los alcances -el calibre- de sus contemporáneos.
Por escasa que sea su simpa-
tía hacia el personaje, Delibes no duda de la valía de Cela, a quien tiene sin embargo por "un gran escritor sin género", pues citando a Eugenio de Nora para sostener que es en realidad "un lírico disfrazado de humorista". Su retrato de Gironella está lleno de un cordial patetismo, y el de Carmen Laforet, de admirativa piedad. Siente particular aprecio por la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, a quien lee con temprana e impresionante sagacidad ("¡qué gran autor de cuentos infantiles podría ser Ferlosio!"), y acierta al tomar las medidas de autores como Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos o Ana María Matute.
Los juicios de Delibes deben inscribirse en las estrecheces de la perspectiva tan inmediata desde la que están hechos. Una perspectiva a la que escapan los decisivos desarrollos ulteriores de algunos de los escritores enfocados muy de pasada, como es el caso tanto de Juan como de Luis Goytisolo. En el recuento de la promoción del cincuenta faltan autores tan emblemáticos de la misma como Juan García Hortelano y Juan Marsé, y por otro lado descarta Delibes discurrir sobre la incidencia de los narradores del exilio, como descarta también -siempre con el argumento de que su aparición se produce "en un mañana que escapa a mi observación"- atisbar la promoción de los socialrealistas. Pero es que no se trata aquí de articular un panorama completo de la novela española, mucho menos de trazar un Panorama de la literatura española comparable al que en 1956 publicó Gonzalo Torrente Ballester y que Delibes cita en varias ocasiones, pese a que no detiene su atención en este autor. Se trata más bien de un puñado de notas que asumen con tranquilidad sus sesgos parciales.
El pomposo título impuesto al libro se aviene mal con su talante y suscita algún reparo. Hace ya mucho que se puso en cuestión y se matizó la idea de que la Guerra Civil supusiera un tajo profundo en la evolución de la novela española. Antes que de resurrección, habría que hablar -como el propio Delibes no deja de hacer- del renacimiento en los años cuarenta de un género que, en sus manifestaciones más interesantes, llevaba en España bastante tiempo secuestrado por prosistas más o menos líricos, más o menos de vanguardia. De algo de eso se resiente Delibes cuando dice de Cela que, aun siendo tan excelente prosista, no hay género para el que esté peor dotado que el de la novela. Si bien hay que advertir aquí que Delibes maneja una concepción muy tradicional de la misma, incluso ligeramente anacrónica, según queda de manifiesto en algunas de las cuatro conferencias que integran la segunda parte de este libro, una de las cuales contiene una resuelta apología de la novela de personajes.
Entre las conferencias, de no
demasiado interés, hay una dedicada a la Novela de posguerra (1940-2000) que parece destinada a completar las notas de la primera parte del libro. Pero el panorama que Delibes traza ahora es muy esquemático y ya no revela el conocimiento de primera mano de aquellas viejas notas. Ni Benet ni la autocrítica que impulsó la renovación de los novelistas pertenecientes a la promoción del medio siglo tienen aquí cabida. Una observación de las que Delibes hace merece, eso sí, ser subrayada: la de que, en contra de la obstinación de muchos, muy poco tienen que ver entre sí el realismo de corte objetivista o behavorista y el llamado realismo social. "Nunca estuvieron tan separadas dos concepciones de la novela", escribe Delibes: "Estética la primera, ética la segunda; estilista la objetivista, de mera eficacia política la socialrealista".
Se ha hecho ya referencia al concepto más bien tradicional de la novela con que Delibes juzga a sus contemporáneos, que en su mayoría compartieron con él las consignas de un realismo más o menos estilizado. Pero lo que en cualquier caso presta a Delibes su excepcional oído para reconocer la autenticidad y el valor de unas y otras voces es su propia calidad de prosista, su trato sobrio y riguroso con el lenguaje. Quien se expresa en este libro es un auténtico guardián de la lengua, un maestro de la prosa justa, y es desde el nivel de la misma que se elevan su instinto y su autoridad -autoridad artística y moral al mismo tiempo, por mucho que Delibes se resigne, en contra de sí mismo, a que "la moral nada tiene que ver con el arte"- para acertar casi siempre con la sentencia adecuada.
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