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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Celebrar el libro como a una pascua

Nunca se insistirá bastante en la feliz existencia del libro, hacedor de nuestra educación sentimental al mismo nivel que el cine o las canciones, y que permite frecuentar a Proust por lo que cuesta un desayuno.

Apellidos

La derecha liberal valenciana deberá preguntarse algún día sobre las razones que la llevaron a dar cancha ancha a un tipo que venía a forrarse y que empezó su negocio en Benidorm cambiando tránsfugas por millones. Esa ignominia, a partir de la cual esta tierra era poco más que territorio en almoneda, inauguró una cadena nada macbethiana de esa clase de desafueros que llevan a una comunidad a la ruina moral. El resultado es una Generalitat con los bolsillos vacíos y una hipoteca de infarto que pagaremos entre todos, mientras el truhán trata de asentar sus bases en Madrid. Acaso esa derecha nunca existió más que en pequeños, aunque poderosos, islotes que el recién llegado (la mitad de las cosas que dice no son ciertas, y el resto no se ajusta a la verdad), utilizó como moqueta mientras llenaba de efectivo unas cuantas faltriqueras.

Y algo más

Una de las claves de la poderosa narrativa stendhaliana consiste en el desenfado de sus jóvenes y osados protagonistas para hacerse con el favor de las damas a fin de escalar posiciones en la pirámide social del poder, una lección muy bien aprendida por Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa. En resumen, utilizan sus encantos para prosperar, algo que, muchos años después, el cine del Hollywood de la época clásica exprimiría hasta la extenuación para concluir en los tebeos de Terminator. Eduardo Zaplana, que no es un héroe sino más bien su doble, ha obrado precisamente al contrario, y su éxito se debe al cambio de los tiempos, que, aunque él no lo sepa, los ha olfateado con todo rigor. Primero, acorralar a los empresarios tirando de dinero público. Lo segundo vendrá por añadidura, con media docena de falleras mayores y algún que otro león cautivo rendidos a sus pies de hebilla.

Todos a casa

José María Aznar pasará a la letra pequeña de la historia de la infamia como un patético inspector de hacienda que se creyó estadista a lo Winston Churchill durante un par de años, mandando a un montón de soldados españoles a una lejana e incomprensible guerra en Irak a fin de figurar con honores en los cromos de las gestas imperiales. Sus compinches mediáticos dictan clases de estrategia y heroísmo sobrevenido pateando la moqueta de sus despachos mientras las madres de los muchachos desplazados a la misión imposible agradecen que por fin termine una locura tan remota. Por su parte, Rodríguez Zapatero ha tomado dos medidas urgentes tras los fastos de investidura: visitar a las víctimas del 11-M y ordenar la vuelta a casa de lo que queda del cuerpo expedicionario español en Irak. Y si Bush bis quiere ganar las elecciones, que ejecute a unos cuantos hispanos o que nombre a su hermano Emperador de Perejil.

El libro en su feria

Cada feria del libro tiene sus novedades como la mar sus símbolos, pero lo cierto es que la existencia misma del libro es un pequeño milagro del que apenas nos percibimos. La experiencia cotidiana toma por suceso normal algo tan extraordinario como que por un puñadito de euros tengamos a nuestra disposición el recorrido intelectual de Freud y sus vacilaciones a la hora de construir el concepto del inconsciente, la fiereza argumentativa de Marx en su bronca con los filósofos que le precedieron, la majestuosa técnica narrativa de Faulkner o el divertido desconcierto de un Kafka resuelto a hacer de niño chico que desconoce la mecánica del mundo. Nadie olvida nunca la primera vez que hizo el amor, es cierto, pero tampoco el primer libro que leyó con gusto y el descubrimiento de palabras, tramas y horizontes que acaso cambiaron su vida para siempre sin apenas darse cuenta. Por eso su presencia, también en el alma, incluso en la feria, es tan constante.

¿Almodóvar?

Es posible que en el pasado de cada artista de genio haya unos pasos iniciales que llevan en su carácter espontáneo la marca de una arrebatada ingenuidad exenta de remedio. Lo malo es cuando se perpetúan. Viendo La mala educación, último producto por ahora de la factoría Almodóvar, llama la atención la osadía de monaguillo de provincias que preside su puesta en escena, así como en Hable con ella era clamoroso el recurso fácil a la proliferación de primeros planos de detalle, tan propios de un estudiante de escuela de cine que -persuadido de que una imagen vale más que mil palabras- la magnifica y ralentiza a fin de multiplicar por cuatro, por lo menos, el valor que le atribuye. Detrás no está la densidad, sino el vacío de quien no tiene casi nada que decir. Y la copia, en la versión tramposa del homenaje, a los maestros que sí sabían lo que es filmar el mundo y la complejidad de sus conductas.

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