Una política de simpatía con Latinoamérica
El autor sostiene que España tiene una nueva oportunidad de rehacer una política social y de cooperación efectiva hacia América Latina.
Hace ahora dos años publiqué en el diario Clarín de Buenos Aires un artículo que a modo de informe revisaba y denunciaba lo que allí se definía como la nueva política neoconservadora aplicada por el Gobierno de Aznar hacia Latinoamérica. Ahora que la legislatura ha terminado y comienza una nueva etapa en tantas cosas conviene analizar alguno de los elementos de política exterior en esta zona en el sentido de volver a criterios tradicionales en nuestra relación con Iberoamérica, del mismo modo que nuestra política europea e internacional vuelve a un cauce natural que, desde la época de la transición, había sido en general cuestión de Estado, compartida por un amplio abanico parlamentario y por la inmensa mayoría del nuestro personal diplomático.
Nuestro papel debe ser el de moderar y colaborar solidariamente en el desarrollo
En primer lugar, el alineamiento militar y de prioridades del Gobierno de Aznar después de los atentados del 11 de septiembre, unido a la reedición de clichés tardoimperialistas en nuestra relación con América Latina, echó por tierra el trabajo de muchos años de búsqueda de un lugar propio pero compartido entre las naciones americanas. La tesis cambió en el lenguaje oficial. Ya no se trataba de fortalecer el desarrollo equilibrado de la comunidad latinoamericana en el entendimiento de que cuanto mejor nos fuera a todos, como comunidad, más importancia adquiriría nuestro espacio cultural y económico común en el escenario internacional.
España, ya reconvertida en la fraseología oficial en "España potencia", pasó a limitarse a ofrecer en Latinoamérica el recetario liberal de flexibilización laboral y privatizaciones, sin darse cuenta de que en muchos países del área el primer problema es justo el contrario, esto es, la carencia de un aparato de Estado sólido, profesional, y eficaz, que haga cumplir las leyes y que sirva de reequilibrador de los numerosos déficit sociales de estos países. Al tiempo que esta posición nos hacía perder sintonía con los distintos Gobiernos de la zona, España olvidaba su casi deber geopolítico de ser el interlocutor privilegiado de los intereses latinoamericanos en la Unión Europea.
En segundo lugar, a la falta de reacción y liderazgo, y despistes en determinados conflictos y cambios de Gobierno en Argentina, Venezuela, Ecuador, Brasil y Bolivia, se sumaba ahora una política durísima en materia de inmigración que no fue suficientemente explicada y consensuada con las cancillerías latinoamericanas, de modo que se ha acrecentado la idea de "España fortaleza". Y esto tiene en aquellas sociedades una repercusión mediática y social inmensa, habida cuenta que todavía recuerdan la generosa acogida que se dispensó durante decenios a los españoles que tuvieron que emigrar por razones políticas y económicas de la España de Franco. Desde entonces, la negativa a visitar España de Gabriel García Márquez es un pequeño pero simbólico gesto que debería corregirse mediante un personal acto de desagravio institucional.
En tercer lugar, desde la Cumbre Iberoamericana celebrada en Lima a fines de 2001 en adelante, los presidentes y cancilleres vienen tratando en vano de poner sobre la mesa la magnitud de los problemas reales de América Latina. Al tiempo, se detecta un hastío enorme ante estas reuniones que luego tienen resultados concretos escasos. Desde la Cumbre de Bariloche, Argentina (1995), nada tan completo se ha firmado como el Convenio que en aquella ciudad establecía las metas educativas para la América del siguiente siglo. El tema de los subsidios agrícolas europeos que impiden el comercio de los productos americanos o la reforma del sistema financiero internacional que permita una mayor cogestión de estos fondos son asuntos graves que deben ser afrontados, unido éste al tema de la carga financiera que genera la deuda externa de estos países. Las cumbres deben ser relanzadas con el objeto de producir acuerdos tangibles y eficaces y dejar de ser reuniones sociales de presidentes. La cooperación española en el exterior debe priorizarse hacia Latinoamérica por razones estratégicas obvias, en colaboración con ONG y organismos internacionales independientes, y debe centrarse en solucionar el problema de la desigualdad y la pobreza en las Américas, base del descontento, y de otros problemas de enfrentamiento social y político. Asimismo, la Cooperación Española debe incluir un ingrediente de discriminación positiva, conocido por nuestras contrapartes, en el área de respeto a los derechos humanos, autogobierno de comunidades indígenas y crecimiento sostenible y apoyo a la biodiversidad.
El Gobierno de Aznar ha priorizado en este sentido una visión estrecha de lo español a costa de las otras visiones locales. En su esfuerzo por adelgazar la maquinaria del Estado desde una óptica liberal se eliminaron las Convocatorias Generales de Becas de la Agencia Española de Cooperación Internacional, con más de cincuenta y cuatro ediciones, y sus fondos, así como otros, se trasladaron a instituciones controladas como la Fundación Carolina o la sociedad estatal SEACEX. Este espíritu "carolingio-imperial" oculta que en realidad hemos estado ante una privatización de un instrumento fundamental de la política exterior de Estado. En cualquier caso, aquí hay un debate pendiente entre lo que es "cooperación cultural" y lo que es promoción de la cultura española en el exterior y sobre el sentido de que los fondos asignados a la AECI cubran este segundo aspecto. Tal vez fuera pertinente, con motivo de la conmemoración de la publicación del Quijote (2005) plantear la conveniencia de que estos centros pasen a depender del Instituto Cervantes, ampliando las competencias culturales de éste en áreas geográficamente distintas a las que obliga la enseñanza del idioma.
El pasado Gobierno conservador ha sido maestro en la publicitación mercadotécnica de políticas luego no realizadas, dentro y fuera de España. Lo importante era el mensaje, o la inauguración apresurada, no su contenido. La versión popularizada de este impulso publicista aplicado al exterior fue la campaña gubernamental que llevó por nombre "la Marca España". Ése ha sido el eje central (por llamarlo algo) de la política española en Iberoamérica, que con su aire de marca comercial encubría una metáfora unilateral a expensas de la búsqueda de visiones compartidas, de espacios plurales coincidentes lejos de aquello que se llamó en años pasados "el encuentro entre culturas o entre dos mundos".
Por último, la creciente influencia en la administración vinculada al exterior de sectores conservadores y relacionados con sectas religiosas del ámbito del integrismo católico no se ha traducido en más caridad cristiana, sino en todo lo contrario. El porcentaje del PIB que España destina a cooperación y ayuda al desarrollo se ha visto reducido drásticamente, incumpliendo el mandato parlamentario español de alcanzar el famoso 0,7%, que a tantos sacó a la calle en manifestaciones durante los primeros noventa.
España tiene ahora una nueva oportunidad de rehacer, enmendar y liderar una política social y de cooperación efectiva hacia Latinoamérica. Está claro que el Gobierno español, como cualquier otro, puede y debe promover la actividad económica española en el exterior, pero lo que no puede es confundir el ámbito de lo público con lo privado y convertir el Gobierno del Estado en una empresa privada que actúe con los mismos y legítimos fines utilitaristas de dichas empresas.
Al contrario, nuestro papel en Latinoamérica debe ser el de moderar y colaborar, solidariamente, en el desarrollo de las áreas y grupos más necesitados, con una visión a largo plazo.
Como ya expuse entonces, nuestros embajadores no son ni pueden ser los delegados comerciales de esa empresa liberal llamada "Marca España", sino los interlocutores de un diálogo fértil que propongan soluciones y aconsejen para que nuestras empresas prosperen al mismo tiempo que prospera la economía real de esos países. Entre Davos y Porto Alegre, España puede buscar la vía intermedia que socialice y dignifique el escenario de una globalización que respete la diferencia y que contribuya, en definitiva, a un mundo más justo, más equilibrado y, por qué no, más agradable y más simpático.
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