Marruecos, a este lado del Estrecho
El 11-M ha agudizado el aislamiento y las dificultades de convivencia del medio millón de marroquíes que viven en España
Llegaron a colocar ladrillos al comienzo del boom de la construcción, a recoger la fresa en Huelva, a trabajar en los invernaderos del Poniente almeriense, y en los bares y hoteles de las zonas turísticas, mientras sus mujeres encontraban empleos en el servicio doméstico en la España del milagro económico. Los marroquíes constituyen hoy la segunda minoría más numerosa (después de la ecuatoriana) entre los extranjeros afincados en nuestro país. Los empadronados son 375.767, aunque todas las fuentes consultadas sitúan esta comunidad en más de medio millón de personas, 200.000 sin papeles de ninguna clase.
Los atentados del 11-M han proporcionado una trágica notoriedad a este colectivo, que se siente ahora objeto de sospechas infundadas, por la pertenencia al mismo de buena parte de los presuntos implicados en la matanza. Pero, ¿quiénes son los marroquíes de España?, ¿cómo piensan, cómo viven, cuáles son sus sentimientos hacia el país de residencia? "En materia religiosa son una fotografía de la sociedad marroquí", dice Mustafá el Mirabet, presidente de la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España (ATIME), fundada en 1989 y con 14.000 miembros.
"El islam en Occidente tiene que modernizarse", dice el presidente de ATIME
"Los terroristas son unos gamberros, sin religión ni patria", afirma Mohamed
"La gente nos ve de otra forma, nos ve como culpables", dice un comerciante árabe
Viven su fe con fervor, pero tampoco son practicantes acérrimos, sino seguidores de un islam tolerante (malekitas). "Algunos comen jamón y beben alcohol. Aunque el viernes vayan a la mezquita, lo hacen más bien por tradición", admite. "Sin embargo, hace unos 20 años el wahabismo [corriente integrista surgida en Arabia Saudí] comenzó a entrar en Marruecos, y a partir de ahí se ha extendido a la inmigración".
Antes de que esto ocurriera, ya existían lo que El Mirabet llama "prejuicios mutuos que dificultan la convivencia" entre nacionales de países tan próximos y en muchas cosas tan lejanos. "Hay una cierta desconfianza, que ha aumentado después del 11-M. Y a esto se une que en los últimos años las cosas se han complicado por los conflictos políticos entre ambos países". Los intentos de ponerse en contacto con el consejero de Asuntos Sociales de la Embajada marroquí en Madrid para la elaboración de este reportaje resultaron inútiles, por la apretada agenda del mismo. El Mirabet, por su parte, critica el "discurso político" del PP como un elemento negativo en las relaciones bilaterales.
No tiene nada que objetarle al Gobierno saliente el dueño de un céntrico restaurante marroquí que prefiere guardar el anonimato. Desde que llegó a España, hace ocho años, "hubo cada vez más facilidades para arreglar nuestra documentación, a pesar de que han seguido llegando inmigrantes", dice este empresario de 38 años, nacido en un pueblo de la provincia de Larache. "No sabemos si esto será igual con el nuevo Gobierno".
Los negocios tampoco van bien desde el 11-M. "Antes venía mucha gente al restaurante, españoles y de todas partes, a tomar comida marroquí o la chawarma [comida turca]. Ahora no vienen", dice. "La comunidad marroquí se siente amenazada, se ve perseguida". Tanto que algunos hablan ya de regresar a Marruecos. "La gente nos ve de otra manera, nos ve como culpables. Yo espero que cada uno sea responsable de sus hechos". Más o menos lo mismo dice en un español elemental Mousa, al otro lado del mostrador de la carnicería árabe Al Manara, en el centro de Madrid. Él vino de un pueblo pequeño, "cerca de la frontera de Argelia", hace 13 años. Tiene nacionalidad española "porque soy hombre trabajador y limpio", dice refiriéndose a la ausencia de antecedentes penales. Mousa vive cerca de Plaza de Castilla, en las inmediaciones del barrio de Tetuán, uno de los principales núcleos de población marroquí en Madrid, y se siente inquieto. Él no quiere polémicas ni líos. "En este país no hay racismo", dice, aunque se queja de que su mujer, "que lleva pañuelo a la cabeza", ahora tiene miedo. Sus palabras suenan a súplica cuando dice "no debemos pagar las culpas de los asesinos".
La obsesión de una culpa inmerecida le ronda también por la cabeza a Mohamed, un marroquí alto y delgado, que conversa en árabe con otros dos vecinos en un callejón de Lavapiés. El mismo barrio donde Jamal Zougan, uno de los principales implicados en los ataques del 11-M, regentaba un locutorio. Mohamed vive en España desde hace 40 años -"aquí nacieron mis hijos"- y no tiene reproches que hacerle a este país, en todo caso a los terroristas. "No entiendo por qué lo hacen. Un verdadero musulmán no puede hacerlo. Un musulmán no puede robar, ni hablar mal de otra persona. Son unos gamberros, no tienen religión ni nacionalidad". Mohamed iba a la mezquita de la M-30 antes de que abriera el centro islámico de Bangla Desh en su propio barrio. ¿Cuál es la verdadera influencia de estos oratorios? "En ninguna mezquita te dicen que hagas el mal", dice.
La misma defensa del islam se escucha en la tetería de Fouzia, en el mismo barrio madrileño. Fouzia y un grupo de mujeres, la mayoría cubiertas con pañuelos, pasan un rato juntas, hablando de sus cosas. Bhra, que acaba de cumplir 20 años, es la única que lleva al descubierto la melena oscura larga y ondulada. Su marido es obrero de la construcción y su madre, a la que acaba de hacer abuela, aunque apenas tiene 38 años, trabaja como asistenta por horas.
"A mí, Madrid me gusta mucho", dice Bhra. "Pero cada uno tiene su cultura. Mi vecina me contó que antes se llevaba velo para entrar en las iglesias y que hay que llevar manga larga. Tampoco hay tantas diferencias. Nosotros vamos a la mezquita los viernes, y ellos el jueves". "No, no," corrige Fouzia, "me parece que a la iglesia van los domingos". Fouzia tiene 45 años, viste pantalones grises y una especie de camisola larga del mismo color. Un pañuelo crema le cubre totalmente el pelo. Lleva 23 años en Madrid y desde 2000 posee la nacionalidad española. También ella se defiende de las habituales críticas de machismo y atraso lanzadas contra el islam. "Un hombre musulmán puede casarse con cuatro mujeres, pero los españoles tienen 40 amantes", dice. "El islam permite tener muchas esposas, pero para eso hay que ser rico o estar loco, porque es obligatorio tratarlas a todas igual y eso es imposible". Aunque la bondad teórica puede contrastar con los hechos. En el enconado conflicto que se produjo en 2002 entre los habitantes de Premià de Mar (Barcelona) y la comunidad musulmana de esta localidad por la construcción de una mezquita, las autoridades locales se tropezaron con un sorprendente problema añadido: los líderes musulmanes se negaban a hablar con la alcaldesa, por el simple hecho de ser mujer. "Por eso me parece que tiene que haber un control sobre los imames", dice El Mirabet. "No es posible que cualquiera pueda hablar en nombre de la comunidad musulmana o marroquí". Pero, además, reconoce, "el islam, en Occidente, tiene que modernizarse".
Fouzia está dispuesta a poner de su parte todo el esfuerzo necesario para convivir en paz. "Yo respeto las costumbres españolas, pero no me mezclo mucho", dice. Lo importante en su vida es la familia, "que tiene que estar unida como los dedos de la mano". Fouzia es, como la mayoría de sus compatriotas, asidua espectadora de Al Yazira, aunque ve mucha televisión española. "Sobre todo programas de cotilleo, Salsa Rosa y Mamma mía. Mi hija dice que soy una maruja". Fouzia tiene tres hijos de 21, 20 y 12 años. "La mayor estudia economía y es una musulmana creyente, aunque es moderna y va al gimnasio. Mi hijo va a entrar en el Ejército español". Fouzia nació en Tánger y allí quiere volver. "Mi marido se vino aquí porque quería un futuro mejor, pero yo no estoy bien. He oído que han llegado otras dos pateras, una de marroquíes. La gente no sabe lo duro que es esto". No se trata sólo de España. Bhar y Fouzia tienen familia en Francia, en Alemania y en Holanda, "y allí están peor", aseguran. Tanto que "mi primo podía tener la nacionalidad francesa y no la ha querido", dice Fouzia.
Ella añora la tranquilidad de Tánger. "Este barrio es muy agitado. Tendría que haber más orden. Aquí vienen, cogen a uno y a las tres horas está en la calle. Y saben que muchos chicos, marroquíes y senegaleses, venden hachís, pero les dejan". Por todo esto, Fouzia sueña con regresar a casa, dejando atrás un país que siempre será extranjero.
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