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Trece miembros de la 'quinta del biberón' relatan en un libro sus recuerdos de la Guerra Civil

La denominación, atribuida a la dirigente de la CNT Frederica Montseny, ha pasado a la historia. La quinta del biberón, formada por chicos de entre 17 y 18 años, entró en acción en el bando republicano de la Guerra Civil en abril de 1938. La periodista Emma Aixalà (1971) ha recogido el testimonio de 13 de ellos en el libro La quinta del biberó. Els anys perduts (Proa). Los biberones Josep Maria Ballarín, Joan Salat, Miquel Morera y Miquel Flamarich acompañaron a la autora en la presentación. Entre los testimonios recogidos están también los del escritor Joan Perucho, fallecido en 2003, y del historiador Josep Benet.

En origen, el libro fue una iniciativa del historiador Josep Maria Solé i Sabaté, que pidió a un grupo de miembros de la quinta que escribieran sobre su experiencia. Al constatar la disparidad de formas en las respuestas, se decidió buscar a alguien que ordenara las voces en un relato unitario. Aixalà ha compuesto el texto a partir de entrevistas personales y resúmenes de textos ya escritos por los protagonistas. La autora subrayó el hecho de que todos estos hombres perdieron su juventud. A partir de 1939, muchos de los que no murieron fueron confinados en campos de concentración, otros se desperdigaron en el exilio, otros fueron obligados a hacer un largo servicio militar, otros cambiaron de bando. "Los supervivientes tienen el sentimiento de haberse visto obligados a abrir un paréntesis muy grande en sus vidas. Aunque lo hayan apartado mentalmente para continuar adelante, cuando lo recuerdan lo hacen con mucha emoción. Sus historias no son batallitas, sino su misma vida", explicó la escritora.

La partida, la primera instrucción (mínima), el bautizo de fuego, las batallas del Segre y del Ebro, la supervivencia en el frente -ante el fuego enemigo, el hambre, la sed, las enfermedades-, el fin de la guerra y la retirada... "A esa edad, no eres capaz de ver las cosas como realmente son, minimizas los hechos, los coloreas", afirmó el armero Miquel Morera, "el tiempo te da la experiencia para darte cuenta de lo que fue eso en realidad".

Joan Salat, que explicó que tras la guerra tuvo que pasar por un tribunal militar formado por oficiales mutilados que le mandaron al campo de concentración de Santoña, dijo: "No es lo mismo tener 17 años antes de la guerra que tenerlos ahora. Nosotros no conocíamos mundo. Muchos de los que cogieron conmigo el tren en Cervera en abril del 1938 no se habían despegado jamás de las faldas de su madre. Yo mismo sólo había estado una vez en Barcelona". Y el sanitario Miquel Flamarich: "En el tiempo que estuve en el frente vi e hice más cosas que en los 50 años que vinieron después".

Miquel Morera, que acudió voluntario al frente incluso antes de que le movilizaran oficialmente, recordó que, de vez en cuando, en las trincheras, soldados de uno y otro bando se intercambiaban cosas. La escena iba así: "Los nacionales gritaban: '¡Rojillos!, ¿qué tenéis para cambiar?'. Lo mejor que teníamos era el papel de fumar y entonces parábamos, fumábamos el cigarrillo de la paz y después volvíamos a nuestros sitios. Alguien disparaba un par de tiros al aire para señalar el fin de la tregua".

Mosén Ballarín, quien entonces todavía no se había planteado hacerse sacerdote, bromeó con la cantidad de veces que llegó a ver El acorazado Potemkin, de Eisenstein, mientras estuvo movilizado. "En la guerra aprendí a admirar a los de la CNT, no a los de la FAI, y a tener un miedo tremendo a los comunistas". "La guerra no la ganó Franco, sino que la perdimos nosotros. Teníamos unas metralletas rusas que apuntaban hacia un sitio y disparaban hacia otro", agregó. Tras pasar por un campo de concentración, regresó a casa hecho una ruina.

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