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Columna
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Quiero ser asesor

Debe de ser la primavera y ese asquito de sol tímido que, a pesar de todo, ya empieza a asomar cabeza. Todos los médicos que conozco me aseguran que la primavera no sólo la sangre altera, sino que es una catástrofe de hormonas, alergias, virus miles y todo tipo de achaques. ¡La peor de las estaciones!, aseguran. Pero ¿qué sabrán los médicos ante la sabiduría de los poetas? Y ¿qué poeta de categoría no ha tenido su momento kitsch primaveral? Los amores revolucionan las pieles de las noches medio cálidas; las pieles revolucionan las almas de los días medio sorprendidos de descubrirse amando. Porque casi todos, en algún tiempo, hemos amado en primavera. Me gusta la estación, a pesar de sus alteradas vicisitudes, y del polen, y de los mosquitos retornados, y de los chirimiris que te arruinan la peluquería e incluso a pesar de lo pesados que se ponen mis gatos tenorios. Los que somos Mediterráneo pata negra tenemos el sol pegado a la piel y amamos su retorno como si fuera una bendición.

Decía que debe de ser la primavera, pero hoy estoy optimista. Ya sé, ya. Ya sé que una puede ser optimista respecto a la vida, sobre todo si su almohadilla sentimental no tiene desgarros; respecto a la profesión, si va tirando decentemente; incluso puede serlo respecto al entorno si mantiene amigos, colegas y ex amores en cercana compañía. Pero el optimismo político tiende a ser una expresión pública de ingenuidad o de intencionalidad perversa. No hay otra relación posible con la política que la complicidad crítica, de manera que incluso las alegrías tienen que ser con sordina y un poco a destiempo. Dicho lo cual, algunas de las cosas que están pasando en la política tienen que ver con las buenas noticias y a ellas me remito desde este espacio tantas veces pesimista.

Buena noticia la publicación de la abultada, generosa, enigmática y hasta humorística lista de amigos con sueldo del Gobierno anterior. Les llamaban asesores, "personal de asignación directa" y altos cargos sin cargo, y parece que algunos hasta debían de asesorar alguna cosa. Eran 227 (de manera que no estar en la lista define al ausente como un auténtico pelangrillo de tres al cuarto) y en total sumaban 10 millones de euros anuales de coste público. Es decir, durante años hemos estado pagando jubilaciones de lujo -parece que por servir a la patria- a amigos sin ocupación reconocida, pero necesitados de ocupar su nómina, y otros notables catalanes, cuyo notable mérito era mantener la red de influencia convergente en la sociedad civil. Compra pura, directa y opaca de amigos, colegas y servidores varios para servir al partido con el dinero de todos. En argot inteligente llamaríamos a esto pura y dura corrupción moral. ¿Corrupción, sin embargo? El sistema permite este tipo de corruptelas millonarias que no tienen nada que ver ni con el servicio público, ni con la responsabilidad democrática. Como el sistema lo permite, como sabemos que lo han hecho otras administraciones con igual falta de pudor (¿para cuándo las listas de asesores de la Diputación o del Fòrum?) y como dicen que soplan vientos de regeneración democrática, es el momento adecuado para plantear tres exigencias civiles. Y digo exigencias porque el personal de tierra (es decir, los de la calle) hemos aprendido a ser exigentes. Primera exigencia, pues: que la transparencia que está demostrando este nuevo Gobierno con los abusos del anterior no sea otra cosa que la antesala de la transparencia con lo propio. Lo digo porque son tres partidos, y como multipliquemos amiguetes por tres, hermanos incluidos, nos haremos bastante pupa. Segundo, que sea normal y esté normalizada la publicación de los nombres de las personas externas al Gobierno que trabajan para él en los distintos grados de asesoría que puedan imaginar. Es decir, que sepamos a quién se ficha, por qué se ficha y cuánto cuesta al erario público. Al fin y al cabo, tener este tipo de información ¿no es un derecho de la ciudadanía?, ¿no es un deber del gobierno proporcionarlo? Y tercero, que el concepto de regeneración democrática pase por eliminar de cuajo esa tentación permanente del poder de controlar a la sociedad civil. Mucha autocrítica tendría que hacer la izquierda reinante de las épocas en que controló, compró y hasta desmanteló entidades, asociaciones de vecinos, etcétera, en los inicios de la democracia. Ese error, que posteriormente se pagó con creces, no puede repetirse.

No puede repetirse y quizá ni tan sólo permitamos que se repita. Porque si algo está cambiando en la relación entre poder y ciudadanía es que la gente ya no hace actos de fe electorales, ni deposita su confianza en un partido de manera eterna, como si fuera un plan de jubilación ideológico, ni está dispuesta a donar, sino como mucho a prestar su voto. Lejanos los tiempos de la grandes utopías, enfriados los cálidos amores con los líderes, rebajado el listón de las esperanzas, lo que queda, hoy por hoy, es la convicción de que un político es un representante público, como tal efímero y como tal controlable. Se ha estrechado el canal de la tragadera colectiva, y la paciencia, después de estos últimos años, empieza a ser un bien escaso.

De ahí que la buena noticia sea la publicación de los abusos del anterior Gobierno. Pero es una buena noticia a medias, si sólo representa un necesario y legítimo ajuste de cuentas con el pasado. Conocidas las miserias del pasado, habrá que trabar un nuevo estilo para impedirlas en el futuro. La corrupción moral no lo es menos cuando se perpetra entre "los nuestros". Puede que sea más simpática, pero es igualmente perversa.

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