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Columna
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Cuando Dalí encontró a Gala

Estrella de Diego

Es el verano de 1929 y una extraña compañía ha llegado a Cadaqués. Vienen a visitar a un joven catalán que han conocido no hace mucho en París. O eso dicen. Quizás hayan emprendido el camino sólo huyendo del tedio estival para matar el rato, porque matar el rato es uno de los juegos preferidos entre los surrealistas, ya se sabe, y ese grupo tan singular es muy surrealista -la presencia del poeta Eluard no deja lugar a dudas-. A Eluard le acompaña su esposa rusa, Gala. Se han conocido en Davos, mucho tiempo atrás. Gala casi ni lo recuerda, ya que entonces decidió renunciar a su lengua, a su pasado, a su casa, para correr tras un proyecto de poeta.

Pero en 1929 las cosas han cambiado, desde luego. Eluard se ha convertido en una celebridad del círculo de Breton, y Gala, en su musa oficial -¿no es ése cada vez el papel de las mujeres?-. Y van a cambiar más si cabe las cosas, porque Gala, la misteriosa, la vidente, la echadora de cartas, la amiga de Crevel; la exilada, la eterna fugitiva como la pinta el amante, Max Ernst, está a punto de encontrarse con su destino -otra vez- en esa excursión catalana. Dalí es su destino, pero entonces aún no lo sabe ninguno de los dos.

Porque la suerte está echada, las cosas pasan muy deprisa y la bella rusa decide abandonarlo todo por el joven que presiente telepático, irracional, como exige la etiqueta de los surrealistas. Además -lo recordará Dalí-, Gala anda buscando la consumación del propio mito; busca sobre todo un espejo que le devuelva la imagen sorprendente que de sí misma necesita a cada paso, ese reflejo peculiar que no es duplicación exacta, ni réplica, sino trampantojo. A su vez, Dalí se mira en Gala, su espejo. Se miran uno en otra y los papeles se confunden -¿quién es el artista y quién la musa?-. Los papeles se ceden sin tregua, perfecta transfusión de talentos. Y de soledades y de olvidos también, pues para trasfundirse hay que ser fuertes, fortísimos; hay que estar dispuestos a vivir de prestado, con sangre ajena. Se funden. Gala es Dalí y Dalí es Gala.

Su historia es más fuerte que una historia de amor, mucho más: es un proyecto de vida, inauditas complicidades creativas. Y deciden rubricar esa renuncia a la identidad única: Gala-Salvador Dalí es la firma que usan para corroborar que el doble es uno.

Después, la muerte fingirá separarlos en sus mausoleos convertidos en museo. Figueras, lleno, rebosante, triunfo del producto; Púbol, espacios vaciados, maravillas dosificadas, reino de la falta; feudo de lo que está escapando irremisible: el proceso. Dos escenografías que en esa última morada parecen adjudicar a cada uno el papel que podría haber correspondido a sus propuestas artísticas: Dalí, pintor de cuadros, y Gala, tan contemporánea, artista sin producción aparente -otra vez los productos y los procesos-.

Es una trampa más. En su juego fractal, los dos museos no son separación, sino complementariedad -lo habrán comprendido quienes hayan visitado Púbol-. Allí, en ese universo de ausencias, Dalí, fundido en Gala -confundido-, lleva a cabo su verdadera aspiración: el artista como obra de arte, el artista despojado que sabe, que ha aprendido, cómo la identidad es cuestión de un rato. El resto, manos de cadáveres entrelazadas, da un poco igual. Si, como anunciara Warhol, no parece probable que haya sexo después de la muerte, es lo mismo estar solo que acompañado.

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