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La guerra de Irak o "el revés de lo que se dice"

"... yo sólo me guío del revés de lo que se dice. No es lo opuesto, es el revés. El revés me da mucha tranquilidad porque permite ver cómo están hechas las cosas. Están hechas por el revés para que luego se vean por el derecho. Y el derecho engaña, engaña siempre..."

Juan Benet, En la penumbra

El brutal atentado del 11 de marzo en Madrid viene a recordar la inadecuación de una acción puramente militar contra el terrorismo, así como el precio que puede pagar una población aunque se haya manifestado masivamente en contra de la decisión de su Gobierno. Este atentado, el más grave de la historia del terrorismo en Europa, vuelve a colocar la guerra de Irak en los primeros lugares del debate político en España, cuando la disolución de las Cámaras había conseguido que tanto la denuncia de espionaje al propio secretario general de la ONU, como los errores admitidos por el mismo Bush en los informes de inteligencia, así como las críticas de Hans Blix, tuvieran poco eco incluso en las discusiones de la campaña electoral.

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Es hora de decir que el actual debate sobre las armas de destrucción masiva (ADM) en Irak sigue un camino equivocado que no nos acerca a la realidad. Si continuamos discutiendo sobre si existían o no ADM en Irak, o sobre si los servicios de información proporcionaron inteligencia insuficiente, o sobre si Bush (y Blair o Aznar) exageraron la amenaza, aceptamos una premisa errónea que beneficia, en relación a lo que realmente sucedió, a aquellos que engañaron a la opinión pública propia y a la internacional. Como nos recuerda Juan Benet, conviene analizar el revés de las cosas para ver cómo están hechas y evitar que nos engañen. En el caso de la guerra de Irak, esto implica analizar no sólo la cuestión de la existencia de ADM, sino también otros dos temas relacionados con esta guerra; a saber, el papel de Naciones Unidas y la división de la Unión Europea.

Digámoslo bien claro: no es la existencia de ADM la que impulsó la guerra de Irak. Muy al contrario, es precisamente la inexistencia de tales armas la que movió Washington a la conquista militar de ese país, la que hizo aparecer la guerra como el modo más sencillo y de menor riesgo para destruir un elemento del eje del mal y anclar en Oriente Medio el poder militar norteamericano. Tanto es así, que la posesión de armas de destrucción masiva no fue el argumento esgrimido inicialmente por George Bush y el grupo de neoconservadores que han influido decisivamente en su política exterior. Primero fue el incumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, así como la consideración implícita en muchos discursos de George W. Bush de que existía una conexión entre el régimen de Sadam Husein y el terrorismo de Al Qaeda.

Sólo más adelante la existencia de esas armas se convirtió en un argumento central porque permitía poner en marcha la doctrina del ataque preventivo acuñada por los neoconservadores en la Estrategia de Seguridad Nacional firmada por Bush en septiembre de 2002. Esta doctrina postula que ni es imprescindible una decisión previa del Consejo de Seguridad de la ONU para legitimar un ataque militar contra otro país, ni la amenaza debe ser inminente: basta que el Gobierno norteamericano, unilateralmente, considere que la amenaza es suficiente. Las ADM constituían esa "amenaza suficiente" y esgrimir su existencia se convertía también en un elemento necesario para asegurarse el apoyo de la opinión pública norteamericana y contrarrestar la animadversión a este ataque de la opinión británica. En una controvertida entrevista de Vanity Fair, en mayo de 2003, el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, admite que poner las ADM en el centro de la argumentación a favor de la acción militar permitía recabar el acuerdo de toda la burocracia gubernamental norteamericana.

Otro motivo más recientemente aducido de la Administración de Bush para justificar la guerra iniciada en marzo de 2003 es el de liberar Irak de la cruel tiranía de Sadam Husein. Destacados publicistas neoconservadores, como Lawrence Kaplan y William Kristol, defienden esta posición, en la que ven una característica de lo que denominan doctrina Bush, "que se reserva el derecho de acabar con esos regímenes (los que intentan desarrollar ADM, amenazan a sus vecinos o brutalizan a sus propios ciudadanos), sea por la vía diplomática, sea por medios militares". Pero este argumento, por sí solo, no podía ser determinante -ni de fácil consenso, incluso en la Administración norteamericana, como apunta Wolfowitz-, ya que la lista de países que caen en esta definición es larga, como sabe incluso el ciudadano de a pie.

Dos razones principales, a mi modo de ver, subyacen en la decisión de Washington. En primer lugar, los neoconservadores siempre han defendido el objetivo de crear un nuevo orden mundial basado en el poder militar norteamericano. Richard Perle, uno de los exponentes más destacados de este grupo, propone, por ejemplo, en un libro reciente que Estados Unidos debe actuar decidida e inmediatamente en el caso de Irán, a la vez que acabar con el régimen terrorista de Siria. Para los neoconservadores, la respuesta al terrorismo debe ser el derrocamiento de los regímenes opuestos a los valores democráticos que Estados Unidos defiende, mediante el empleo sistemático de su incomparable poderío militar, aunque cabe señalar que tanto ellos como la Estrategia de Seguridad Nacional de Bush hablan más del libre mercado que de la democracia. En cualquier caso, no es sino hasta el impacto provocado por el ataque del 11-S cuando los neoconservadores pueden pasar a la práctica.

En segundo lugar, tras los brutales atentados del 11 de septiembre, el presidente norteamericano y su Administración se encontraron ante la apremiante necesidad de actuar, de responder al ataque, para evitar cualquier acusación de falta de firmeza que, dadas las circunstancias, podría ser considerada falta de patriotismo. Y en cierta medida, era de esperar que los Estados Unidos empleasen el instrumento militar en el que son incomparablemente superiores. Sin embargo, si bien los ejércitos son el recurso clásico de lucha entre Estados, no sonen cambio el modo adecuado para combatir al terrorismo. Precisamente por ser conscientes de ello, los neoconservadores proponen atacar a los "Estados canalla", o sea, los países del eje del mal, ya que en realidad no buscan una estrategia de lucha contra el terrorismo, sino la puesta en marcha de un nuevo orden internacional, fundamentado en el uso del poderío militar norteamericano, algo que, como hemos visto, el ataque terrorista del 11 de septiembre hace posible. Además, la facilidad con la que EE UU y sus aliados derrotaron a los talibanes en Afganistán fue un acicate y un poderoso argumento que los neoconservadores emplearon para proseguir su programa y aplicarlo al siguiente objetivo: Irak. Como ha señalado el general Clark, los halcones de la Administración de Bush creyeron que la campaña de Afganistán les servía de ensayo para la siguiente guerra, sin darse cuenta de que las verdaderas lecciones a retener estaban en las dificultades del posconflicto.

Por fin entra en juego la estrategia para afianzar la reelección de George Bush hijo y evitarle la derrota que sufrió a su padre, una preocupación presente en todo su mandato. Es entonces cuando Karl Rove, ideólogo principal de la Casa Blanca y fiel servidor de Bush desde su época de gobernador de Tejas, apuesta por la que considera la mejor forma de asegurarla, a saber, con "Bush en guerra". Los controvertidos anuncios de inicio de campaña por parte de George Bush confirman este enfoque. Y, después de Afganistán, "estar en guerra" significaba atacar Irak. De hecho, como explica Bob Woodward en el libro que lleva ese mismo título, el subsecretario de Defensa estadounidense, Paul Wolfowitz, ya propuso el 15 de septiembre de 2001 atacar Irak en vez de Afganistán porque le parecía un objetivo más factible. Luego se ha sabido, por el ex secretario del Tesoro, Paul O'Neill, y por el general Wesley Clark, que la idea de atacar Irak fue la meta de la guardia pretoriana de George Bush desde el principio de su mandato, ya que la continuidad del dictador Sadam Husein en el poder suponía para ellos una derrota permanente de Estados Unidos.

Pero la nueva acción bélica no podía presentar riesgos inaceptables en su ejecución, como podía ser el eventual empleo por parte de Sadam Husein de armas químicas o biológicas contra el invasor. De este modo, se produjo la enorme contradicción de que mientras el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, y el primer ministro británico, Tony Blair, usaban el argumento de las ADM para intentar recabar el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU en busca de legitimación, el equipo de George Bush tomó la decisión real de atacar cuando tuvo la certeza de que sus tropas no podrían ser repelidas con ataques químicos o bacteriológicos. Fue entonces cuando Karl Rove pronunció la frase "let's focus on Irak" ("concentrémonos en Irak").

Al principio de estas reflexiones he aludido a que no sólo en el caso de las ADM, sino también en el del papel de la ONU o de la división de Europa, hemos de hacer el esfuerzo de observar el revés. La guerra de Irak ha debilitado a Naciones Unidas ante la opinión pública mundial, como muestra la encuesta que realizó el Pew Research Center, que preside Madeleine Albright, tras la guerra de Irak: la credibilidad de Naciones Unidas cayó en picado en todo el mundo y en ninguno de los 20 países donde se realizó la consulta se consideraba que la organización tuviera un rol importante en los conflictos internacionales. Pero es necesario que nos demos cuenta de que la irrelevancia de la ONU que pregonaron el presidente Bush y su equipo es, sobre todo, un requisito previo para el ataque a Irak. En la mentalidad norteamericana, la guerra es la acción que se emprende cuando falla el diálogo, cuando falla la política o, en este caso, las instituciones. En la de los neoconservadores, las instituciones y los acuerdos internacionales actúan demasiado a menudo como simples condicionantes o limitadores de la libertad de acción de Estados Unidos. Richard Perle ha escrito en su último libro que los Estados Unidos arriesgan su seguridad si se someten a la autoridad de la ONU. Sería, pues, ingenuo contemplar el debilitamiento de los organismos multilaterales como una consecuencia de la acción militar sin examinar el otro lado de la trama, es decir, la voluntad tenaz de la Administración de Bush de reducir el poder de los organismos internacionales, de forma previa o paralela a sus decisiones unilaterales.

Lo mismo sucede con la evidente división de Europa en los últimos meses: no es una consecuencia derivada de la guerra de Irak, sino que ha sido buscada por los responsables ultraconservadores de la política exterior norteamericana. Éstos piensan desde hace muchos años que una Europa unida se erigiría en un contrapeso demasiado poderoso a la política que pretenden aplicar. De esta lógica surgió la famosa carta de ocho dirigentes europeos en apoyo a las tesis de Washington, publicada en enero de 2003 por The Wall Street Journal: fue, de hecho, una iniciativa norteamericana que La Moncloa recogió con agrado y se encargó de llevar a buen puerto. Casi al mismo tiempo, el secretario norteamericano de Defensa, Donald Rumsfeld, hacía su despectivo comentario sobre la división del continente entre la vieja y la nueva Europa, una opuesta y la otra partidaria de la política de Washington. Siguiendo en la misma línea, Estados Unidos provocó la división de la OTAN proponiendo a Turquía un apoyo que este país ni siquiera había solicitado y, por último, hizo pública su decisión de que ni Alemania ni Francia se beneficiarían de contratos ligados a la reconstrucción de Irak el día anterior a la cumbre de estos países con el Reino Unido. Conviene subrayar una vez más que no se trata de consecuencias de una actitud unilateral, sino de una estrategia que ha perseguido conscientemente aumentar el margen de maniobra norteamericano evitando que cuajen posiciones unitarias europeas. Por todas estas razones, el apoyo incondicional de los Gobiernos británico y español a una línea tan extremista resulta tanto más grave cuanto que esta política puede correr la misma suerte que el macartismo y no tiene ninguna garantía de ser asumida a medio plazo por la sociedad norteamericana, como ponen en evidencia los resultados de los comicios en España.

La apropiación por parte de los neoconservadores de la política exterior norteamericana ha supuesto, a mi modo de ver, una gran desgracia para la comunidad internacional. En un mundo que es unipolar desde hace pocos años, se ha perdido una ocasión irrepetible de llevar la lucha contra el terrorismo a las instituciones internacionales existentes, lo que hubiera conducido a la reforma, tan necesaria, de éstas, pero también a su refuerzo, imprescindible en nuestro mundo globalizado. No sólo se ha desperdiciado una gran oportunidad: la doctrina desarrollada por el extremista equipo de George Bush después del ataque del 11 de septiembre y, sobre todo, la decisión unilateral de lanzar la guerra de Irak han supuesto un grave ataque al orden internacional existente (que, recordémoslo, se creó a partir del liderazgo ejercido por Estados Unidos después de 1945) y han debilitado enormemente las posibilidades de una lucha global y efectiva contra el terrorismo.

Así pues, en el revés de la trama encontramos la explicación: las ADM han acabado siendo un factor de la guerra de Irak, precisamente porque no existían; no es el debilitamiento de Naciones Unidas lo que empuja a Estados Unidos a actuar, sino que ése es el objetivo perseguido por la estrategia global de la Administración de Bush, y, por último, la división de la Unión Europea no es sólo la consecuencia de indiscutibles contradicciones internas, sino que es para Washington un factor necesario para la defensa de sus intereses nacionales entendidos en la óptica de los neoconservadores, que son los que mandan ahora. Éste es, además de los conocidos diseños petroleros, el entramado de intereses que sostiene la doctrina puesta en práctica por Washington y la actitud de apoyo incondicional de otros gobiernos.

Ahora que se han hecho evidentes la manipulación y el engaño por parte del Gobierno español en relación a la información de que disponía sobre el atentado de Madrid, conviene que este otro engaño también sea sometido a crítica por la opinión pública, tanto en Estados Unidos como en toda Europa. Como se ha demostrado en España, sólo los ciudadanos, con su movilización y su voto, pueden lograr de sus gobernantes el giro necesario que requiere urgentemente la seguridad de todos nosotros.

Narcís Serra es presidente de la Fundación CIDOB.

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