Otra hazaña de Freire
El ciclista cántabro se adelanta a Zabel, que se creía ganador, y vence 45 años después de la última victoria de Poblet
La Milán-San Remo es un amanecer acelerado en un Milán frenético; es un paseo tranquilo por los viñedos del Po, por los arrozales de Alessandria; la Milán-San Remo es una lasaña, rápida, rápida, en el hotel Turchino, en medio de la niebla, la lluvia fría, las procesiones de cicloturistas abrigados hasta las cejas, frente al avituallamiento de Campo Ligure, donde los fugados matinales, el ilusionado Carlos Barredo, el veterano Toni Tauler, sus acompañantes belgas, franceses e italianos, pasan aún frescos, aún la cabeza creyendo en el sueño imposible, el corazón empujando a las piernas. Y los directores, en la cuneta, Godefroot, del T-Mobile de Zabel, hablando de que su táctica será la ganadora, creyendo en ella, como todos. La Milán-San Remo es la luz que obliga a entrecerrar los ojos pasado el último túnel, la luz del Mediterráneo brillando, gris plomo, azulado, a los pies de los ciclistas que coronan el Turchino y se lanzan a la conquista final. La classicissima es los olivos viejos, desparramados, que rodean la subida a la Cipressa, donde los impacientes, como Mirko Celestino, el inquieto grillo Bettini, bullicioso y animador siempre, empiezan a dejarse, poco a poco, las fuerzas necesarias; el descenso en que se quedan sin esperanzas los desafortunados que siempre caen, Rebellin, Bartoli, Van Petegem... Son también los invernaderos de flores de las cuatro curvas de herradura de la subida al Poggio, donde aquellos que creen en la imposibilidad de lo inevitable dejan su último aliento, el hábil Ángel Vicioso, el jaleado Bettini, el tremendo Vinokurov, apertura de Zabel, el tremendo Dekker, apertura de Freire, el fuerte Pereiro. La Milán-San Remo son siete horas de esfuerzo, de sudor, de marcha a sopetones, son casi 300 kilómetros de desgaste, y 50, 100 metros de gloria. La Milán-San Remo es ya, de una vez, la carrera de Óscar Freire.
Eric Zabel había ganado cuatro veces la Milán-San Remo. Eric Zabel, un inoxidable sprinter alemán, un stajanovista del pedal que a los 33 años y con más de 100 victorias en su mochila y millones de kilómetros en sus piernas sigue corriendo todos los días con la ilusión de un juvenil, se creyó ayer, 20 de marzo de 2004, poco antes de las cinco de la tarde, durante dos o tres décimas de segundo, que había ganado su quinta Milán-San Remo. El alemán había observado perfectamente cómo, a 180 metros de la meta, más tarde de lo habitual, se quedaba solo frente al viento Alessandro Petacchi, el sprinter más en forma del año, el corredor grande y poderoso que, al estilo Cipollini, culmina con su fuerza el tren desaforado que han impuesto antes media docena de compañeros. Y justo cuando llegó ese momento, Zabel, que se mordía las uñas de impaciencia, que sabía que 300 kilómetros y la ansiedad de no haber ganado nunca la San Remo habían bloqueado a Petacchi, que le veía lento y torpe, empezó a remontarle por la derecha. Le pasó con facilidad. A 20 metros de la llegada se supo ganador. Sólo tenía ojos para su izquierda, para el Petacchi que se alejaba en su retrovisor. Se supo ganador y empezó a levantar los brazos, deleitándose en la figura, torero que juega con el temple. Levantó el izquierdo y comenzó a alzar el derecho, miró por fin a su derecha, vio una sombra naranja, una bala veloz. Se quedó paralizado. Incrédulo. Se sintió ridículo. Era Óscar, claro. Se había olvidado de Freire, un error inmenso. Ya corría un dicho por el pelotón de velocistas. "Nadie puede estar seguro de nada con Freire a sus espaldas". Se dice desde el año pasado, desde que el mismísimo Cipollini en la etapa final de la Tirreno Adriático también se quedó congelado con los brazos en alto y con Freire lanzado a su lado. Se repitió hace menos de una semana. Lo dijo Bettini, que levantó los brazos creyendo que había ganado también en la Tirreno Adriático y sólo respiró hasta ver en la foto finish que había derrotado al cántabro por tres milímetros. Pero, quizás porque Freire fue el hombre invisible durante 293 kilómetros y 950 metros, Zabel lo había olvidado ayer. Freire subió la Cipressa en el centro del pelotón. Tampoco se inmutó en el Poggio. Quizás Zabel se había olvidado de él también porque 700 metros antes, en la entrada a Vía Roma, cuando la gran lucha de los dinamiteros era coger la rueda de Petacchi, tranquilo a la cola de su tren, Freire, a quien había colocado perfectamente su compañero Dekker, cedió su puesto, tranquilo a Zabel, que llegaba insidioso, nervioso, dispuesto a dejarse las fuerzas peleando.
Freire, invisible y tranquilo hasta el momento decisivo, hasta los últimos 50 metros, los del zarpazo y el salto final, había ganado el Mundial de 1999 en Verona y el de 2001 en Lisboa. Se había enamorado de la Milán-San Remo corriendo en el Mapei, un equipo italiano que la consideraba el gran objetivo del año. Había mantenido una relación de amor odio con la carrera de la Primavera, una carrera que le desconcertaba, que le hacía dudar. Ayer, Freire, de 28 años, invisible, tranquilo y experto, ajustó la deuda histórica del ciclismo español con la gran clásica. Ganó en un sprint puro, como Poblet en los años 50, con su mismo golpe de riñón increíble. Ganó feliz.
Clasificación: 1. Óscar Freire (Rabobank), 7h.11m 23s. 2. Erik Zabel (Ale/T-Mobile), m.t. 3. Stuart O'Grady (Aus./Cofidis), m.t. 4. Alessandro Petacchi (Ita/Fassa Bortolo), m.t. 6. Igor Astarloa (Cofidis) m.t.
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