"Por fin se ha demostrado que valemos para esto"
Poblet, el pionero, feliz de tener un heredero
Miguel Poblet fue también, como Óscar Freire, como Igor Astarloa en el siglo XXI, un perro verde, un adelantado a su tiempo, un europeo pleno en el ambiente triste del ciclismo español de los años 50. Años de escaladores, de hambre, de Bahamontes, de Loroño y de Bernardo Ruiz, sudores en el Tour, escapadas heroicas, fugas contra la historia. Años de miseria, de ciclistas pobres que veían en la oportunidad de salir a correr al extranjero la posibilidad de hacer unos duros con estraperlo de bidones, de tubulares, de componentes de bicicleta. Miguel Poblet era de otro mundo, aunque hubiera nacido en las afueras de Barcelona, en Montcada i Reixach, donde aún, a los 76 años, tiene su tienda de bicicletas.
Su mundo era el de los increíbles Rik, el primero, Van Steenbergen, el segundo, Van Looy, y el del rubísimo André Darrigade. Su país, como el de Astarloa, que a veces quiere que decoren su dorsal con el tricolor verde, blanco y rojo de la bandera italiana, era Italia. Miguel Poblet, el Divino calvo, su cabeza adornada con su casquete de cuero bien ceñido, corrió en un equipo italiano, el Ignis, los frigoríficos del primer desarrollismo, y ganó, sobre todo, carreras en Italia. Ganó etapas en el Giro, ganó sprints, y hasta una etapa en la cima del monte Bondone, aquel día de 1957 en que Charly Gaul se paró a orinar y perdió el Giro. Y Poblet, por encima de todo, ganó dos veces la classicissima, la Milán-San Remo, en 1957 y 1959. Desde entonces, ningún español había vuelto a ganarla. Tampoco, siquiera, un monumento, una gran clásica. Ninguna. Hasta ayer.
Como ninguna televisión español retransmitió la carrera, otro signo de los tiempos, Poblet tuvo que dar vueltas a su antena parabólica para sintonizar la Rai 3. Y por un canal italiano, comentado en italiano, su idioma ciclista, Poblet vio los últimos 40 kilómetros de la carrera que por fin, 45 años después, le encontró un heredero. "Yo estaba deseando que ganara un español en San Remo", dijo por teléfono. "Pero en España, ni entonces, ni ahora, se daba importancia a las clásicas de un día, y los ciclistas se creían que no se podía ser español y sprinter a la vez. Pero ya se ha demostrado que si se quiere se puede. Han tardado mucho en creérselo". Poblet era como Freire. No era ciclista que necesitara un gran tren de lanzadores, no era Van Looy con sus balas rojas del Faema. Era uno que estaba a la espalda de los más rápidos y en los últimos metros saltaba como un gato, las manos bien bajas en el manillar, el pecho tirado hacia arriba, los riñones casi metidos en el sillín, y ganaba. "Estaba en Italia también porque en España no había equipos acostumbrados a tirar del pelotón, a echar abajo las fugas, a trabajar en el llano", dice. "Pero luego llegué yo. Ganaba etapas en las vueltas, en el Tour
[fue también, en 1955, el primer español que vistió el maillot amarillo], y las ganaba para ir tirando en la temporada, porque lo importante eran las clásicas, aunque grandes no había más que 10 o 12 al año".
Así que ayer, viendo la RAI a más de mil kilómetros de distancia, se sintió reencarnado en Freire. "Y seguro que lo vivió como yo, que también era de remontadas, hombre de los últimos 50 o 100 metros", comentó. "Es un momento, el de cruzar primero la línea, de tanta satisfacción que te sientes en otro mundo, que ni siquiera sabes lo que has hecho. Sólo eres consciente al día siguiente, cuando lees los periódicos, cuando ya te has calmado".
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