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Columna
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Superdomingo

A las 10 de la noche del jueves, la cacerolada volvió a resonar en mi calle. Algunos encendían y apagaban las luces de los balcones para no despertar a los niños, preocupados por cómo les iba a explicar a la mañana siguiente el qué y el por qué. El viernes les llevaron a la manifestación, y fue un día en el que no ocurrió nada de lo que hubiera tenido que suceder cualquier otro viernes . Ni las clases fueron normales, ni las jornadas laborales, ni las compras, ni las mascletades, ni los cines, teatros, conciertos o museos. Como los cuerpos en los trenes de la muerte, las agendas y las previsiones, grandes o pequeñas, habían saltado en añicos, y aunque algún acontecimiento llegara a celebrarse, ha pasado prácticamente desapercibido. Una lástima, porque Edgar Morin, en su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Valencia, reflexionó así: "Lo peor es negar la identidad humana de otro, que éste pueda ser torturado o matado".

Los bárbaros nos han robado vidas y rutinas, y sería terrible que también nos quitaran la capacidad de discernir y de optar. Convendrá aclarar que la unidad contra el terror, expresada en la calle con una contundencia impresionante, no ha de entenderse como un cheque en blanco para nadie. La lucha contra Hitler no justificó Hiroshima; el 11-S no ha hecho bueno a Bush, ni justo Guantánamo ni legítima la destroza de Irak. La masacre de Madrid no ha convertido a Aznar en menos sospechoso y destemplado, ni al PP en menos torticero y electoralista. Hemos de lograr tanto que la muerte no nos ciegue los ojos como que los asesinos no secuestren unos votos que son la mejor forma que tenemos los de a pie para plantarles cara. Por el momento yo no he permitido que me arrebaten un título decidido antes de las bombas y que ahora, creo, adquiere todavía más sentido. Buscadle todos los defectos que queráis a la democracia parlamentaria, pero aún estamos a tiempo: que nadie nos impida santificar civilmente este superdomingo en la comunión de las urnas.

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