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Tribuna:MATANZA EN MADRID | Reacciones
Tribuna
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De buena mañana

Javier Marías

Cada vez que ETA asesina -y casi siempre lo hace de buena mañana, los terroristas madrugan, o quizá es que no duermen la noche previa-, existe la costumbre de que, hacia el mediodía, los responsables de los ayuntamientos de las ciudades salgan a la puerta de sus edificios, con calor, frío o lluvia, y guarden uno o dos minutos de silencio. A ellos se suman cuantos ciudadanos lo deseen, normalmente los que están cerca de allí. Es una cosa que impresiona mucho, ese silencio que es a la vez luto y repulsa, un silencio colectivo, de personas que interrumpen sus actividades o sus recorridos y se quedan quietas en mitad de la calle. Si alguien lanza un grito o una maldición contra los asesinos entonces, su voz suele ser acallada, porque en esos momentos la condena verdadera es no decir nada. Y, pese a la reiteración de esta costumbre a lo largo de demasiados años, el acto no ha perdido fuerza, ni se ha gastado, a diferencia de tantas otras reacciones que se han tornado huecas por culpa de las repeticiones.

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A diferencia de los terroristas, yo me levanto tarde. Desde mis balcones se ve e1 Ayuntamiento de Madrid, en pleno centro de la ciudad. Si estoy escribiendo, más bien absorto, un repentino silencio me indica que se ha producido un atentado. ¿Quién habrá sido?, se pregunta uno. ¿Quién esta vez? ¿Un pobre concejal de pueblo, que compagina sus tareas municipales con su trabajo de carpintero o su tienda de golosinas? ¿Un periodista? ¿Un militar, un policía? ¿Un juez? ¿Alguien importante, un político? ¿Una señora con sus niños, que pasaban cerca de donde estalló la bomba? ¿Unos obreros? ¿Quizá bomberos, cuando ayudaban a otras víctimas anteriores y la segunda bomba retardada los pilló cuando las rescataban? Excepto curas, ETA ha matado a toda clase de gente. No es de extrañar, sus asesinos llevan acumulados más de mil muertos.

Hoy he notado ese silencio sospechoso, desde mi casa. Me he asomado a un balcón, y desde allí he visto al alcalde y a todos los concejales, de su partido y de la oposición, de pie delante del edificio, callados. Había también más transeúntes que de costumbre, transeúntes parados. Las banderas, a media asta. "Otra vez", he pensado, ¿quién habrá sido?, sin imaginar que esa pregunta carecía hoy de sentido, porque de momento sólo hay muertos anónimos, y van ciento setenta y ocho cuando escribo estas líneas, y aún habrá más, aún no han acabado de morirse muchos de los asesinados, en tres o cuatro estaciones de ferrocarril madrileñas, trece bombas han estallado de buena mañana, cuando los trenes de cercanías van llenos de gente que va al trabajo, de estudiantes que van a sus clases, de personas con sueño, que acaban de levantarse.

Es el atentado más sangriento de toda la historia de España, e1 más masivo, cuando faltan un par de días para las elecciones generales, esas a las que nunca faltamos -por poco que nos gusten los partidos políticos actuales- quienes vivimos bajo el franquismo y ansiábamos poder ir a las urnas alguna vez en la vida. Aquella dictadura acabó. La de ETA permanece, casi como una prolongación de aquélla. Se nota tanto que esa organización añora el franquismo, cuando ellos hasta podían parecer "resistentes".

ETA no soporta que exista una democracia, todo lo imperfecta que se quiera. Que en el País Vasco no exista ninguna opresión desde hace más de veinticinco años, o sólo la que impone ella; que haya allí un Gobierno autónomo y un Parlamento con amplísimas competencias, incluida una policía vasca contra la que también ETA atenta de vez en cuando. ETA es hoy sólo una Mafia. Saben sus miembros y sus simpatizantes que si dejan de matar no serán ya nadie, no serán ya gente "de respeto" -es decir, temible y aprovechada- en sus pueblos y ciudades.

Madrid sufrió, durante el franquismo, la misma opresión que e1 País Vasco o que cualquier otra región de España. Si no más, habida cuenta de que el Gobierno central estaba aquí siempre, controlando bien de cerca, reprimiendo y encarcelando "en territorio propio". Hoy ha vuelto a sufrir la opresión máxima. Podía haber sido cualquier otro sitio, es sólo que aquí hay más gente y siempre pueden caer más víctimas.

Hace unos años supimos, por confesión propia, que los miembros de un comando etarra que dispararon en la nuca a un concejal de Sevilla y a su mujer, que paseaba con él por la calle pero que ni siquiera tenía ningún cargo, celebraron aquella noche su hazaña con una gran cena, champagne incluido, e incluidas las risas. No hay por qué pensar que hoy no lo celebren igual, los autores de esta matanza y quienes les dieron las órdenes. Qué estupendo, y qué risa, mirad cómo llora la gente, cómo cae despedazada, cómo estallan sus cuerpos o quedan aprisionados en el amasijo de hierros, cómo salen despedidos, volando, mirad cómo arden vivos, y cómo siguen muriendo luego en los hospitales, uno tras otro. Iban al instituto, a la oficina, a la fábrica. Y miradlos ahora, qué gran risa.

Puede que un día ETA se disuelva. Es muy posible que entonces haya una amnistía que saque a la calle a todos sus presos, como la que ya hubo al comienzo de nuestra democracia, y a todos los que entonces había se les devolvió 1a libertad, incluidos los que habían cometido asesinatos. Si ese día llega, será de alegría, porque ETA habrá acabado, y estoy seguro de que los ciudadanos consentirán esa amnistía, la darán por buena, aunque sea con asco. Pero no en nuestro fuero interno, no en nuestra memoria ni en nuestra conciencia. Ahí, en el terreno no cívico ni político; ahí, en el terreno personal e íntimo, jamás la perdonaremos.

Este artículo se publica simultáneamente en La Repubblica y Frankfurter Algemeine Zeitung.

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