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Antisemitismo, antijudaísmo, antiisraelismo

Hay palabras que conviene volver a examinar; por ejemplo, la palabra antisemitismo. En efecto, esta palabra sustituyó al antijudaísmo cristiano, que veía a los judíos como los portadores de una religión culpable de haber condenado a Jesús, es decir -por absurda que sea la expresión en el caso de este Dios resucitado-, culpables de deicidio.

El antisemitismo nació del racismo, y concibe a los judíos como miembros de una raza inferior o perversa, la raza semita. Dado el desarrollo del sentimiento antijudío en el mundo árabe, que también es semita, la expresión resulta aberrante, y hay que volver a la idea de antijudaísmo, ahora sin referencia al "deicidio".

Hay palabras que conviene diferenciar, como el antisionismo del antiisraelismo, cosa que no impide que se produzcan deslizamientos de significado entre unas y otras. El antisionismo no sólo rechaza el establecimiento de los judíos en Palestina, sino, en definitiva, la existencia de Israel como nación. Ignora el hecho de que el sionismo, en el siglo de los nacionalismos, respondió a la aspiración de numerosos judíos, rechazados por otros países, de constituir una nación propia.

Israel es la concreción nacional del movimiento sionista. El antiisraelismo adopta dos formas; la primera se opone al establecimiento de Israel en tierras árabes y se confunde con el antisionismo, pero reconoce de manera implícita la existencia de la nación israelí. La segunda nace de una crítica política, cada vez más global, a la actitud del poder israelí frente a los palestinos y frente a las resoluciones de la ONU que exigen su regreso a las fronteras de 1967.

Como Israel es un Estado judío, y como gran parte de los judíos de la diáspora, por solidaridad con Israel, justifican sus acciones y su política, se produce un deslizamiento entre el antiisraelismo y el antijudaísmo. Estos deslizamientos son especialmente importantes en el mundo árabe y musulmán, donde el antisionismo y el antiisraelismo generan un antijudaísmo generalizado.

¿Existe un antijudaísmo francés que sea el legado, la continuación o la persistencia del viejo antijudaísmo cristiano y el viejo antisemitismo europeo? Ésa es la tesis oficial israelí, apoyada por las instituciones llamadas comunitarias y ciertos intelectuales judíos.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que, tras la colaboración de los antisemitas franceses con la ocupación de Hitler y el descubrimiento del horror del genocidio nazi, el viejo antisemitismo nacionalista-racista, desacreditado, entró en decadencia; paralelamente, con la evolución de la Iglesia católica se debilitó el antijudaísmo cristiano, que veía al judío como deicida, hasta acabar por abandonar esa acusación grotesca. Por supuesto, siguen existiendo focos en los que revive el antisemitismo de antaño, residuos de representaciones negativas asociadas a los judíos que se mantienen entre diversos sectores de población. Y en el subconsciente francés persisten vestigios o raíces del "inquietante carácter extranjero" del judío, como se observa en la investigación reflejada en mi obra La Rumeur d'Orleans (1969).

Ahora bien, las críticas a la represión israelí, el propio antiisraelismo, no son resultado del viejo antijudaísmo.

Se puede decir, incluso, que en Francia existía, desde su creación acompañada de amenazas mortales, una actitud más bien favorable a Israel. Al principio se vio como una nación-refugio para las víctimas de una persecución horrible, que merecían una solicitud especial. Al mismo tiempo, se consideró que era un país ejemplar por su espíritu comunitario, encarnado en el kibbutz; su energía en la creación de una nación moderna, única nación democrática en Oriente Próximo. Muchos traspasaron sus sentimientos racistas de los judíos a los árabes, sobre todo durante la guerra de Argelia, y eso benefició aún más la imagen de Israel.

La visión benévola de Israel empezó a transformarse a partir de 1967, es decir, con la ocupación de Gaza y Cisjordania; posteriormente, con la resistencia palestina; después, con la primera Intifada -en la que un poderoso ejército se dedicó a reprimir a unos rebeldes armados con piedras-, y luego con la segunda, que se reprimió mediante un uso desproporcionado de la violencia y la exacción. Israel fue percibido cada vez más como un Estado conquistador y opresor. La fórmula gaullista que se había denunciado por antisemita, "pueblo dominador y seguro de sí mismo", se transformó en una perogrullada. Los asentamientos que van mordiendo sin cesar el territorio palestino, la represión despiadada, el espectáculo de los sufrimientos del pueblo palestino, son factores que determinan una actitud global negativa respecto a la política del Estado israelí y suscitan antiisraelismo, en el sentido político que damos a ese término. Lo que provoca y aumenta esta forma de antiisraelismo es la política de Israel, y no la reaparición del antisemitismo europeo. Y ese antiisraelismo ha generado poco antijudaísmo en la sociedad francesa.

En cambio, la represión israelí y su denegación de los derechos palestinos provocan y aumentan los deslizamientos del antiisraelismo hacia el antijudaísmo en el mundo islámico. Cuanto más identificados se sienten los judíos de la diáspora con Israel, más se asocia a Israel con los judíos y más se convierte el antiisraelismo en antijudaísmo. El nuevo antijudaísmo musulmán recupera los temas del arsenal antijudío europeo (la trama judía para dominar el mundo, la raza innoble), que criminalizan a los judíos en su conjunto. Este antijudaísmo se ha extendido e intensificado -con el agravamiento del conflicto palestino-israelí- entre la población francesa de origen árabe, y especialmente entre los jóvenes.

En realidad, no hay un pseudo-despertar del antisemitismo europeo, sino el desarrollo de un antijudaísmo árabe. Sin embargo, en lugar de reconocer la causa de ese antijudaísmo árabe, que constituye el centro de la tragedia en Oriente Próximo, las autoridades israelíes, las instituciones comunitarias y algunos intelectuales judíos prefieren creer que es la prueba de la persistencia o la reaparición de un antisemitismo europeo profundamente arraigado e imposible de eliminar.

En esta lógica, cualquier crítica a Israel se considera antisemita. De pronto, muchos judíos se sienten perseguidos por esas críticas. Su propia imagen se ha degradado al mismo tiempo que la imagen de Israel que han incorporado a su identidad. Se habían identificado con una imagen de perseguidos: la Shoah había establecido para siempre su condición de víctimas y su conciencia histórica de perseguidos rechaza con indignación la imagen represiva del Tsahal

[el Ejército israelí] que ofrece la televisión.Una imagen que se apresuran a sustituir por la de las víctimas de los terroristas suicidas de Hamás, a los que identifican con el conjunto de los palestinos. Se han identificado con una imagen ideal de Israel, que es, desde luego, la única democracia en una región de dictaduras, pero que es una democracia limitada y, como tantas otras democracias, puede practicar una política colonial detestable. Pero ellos se han sumado a la interpretación bíblica idealizada de que Israel es un pueblo de sacerdotes.

Los que son incondicionalmente solidarios con Israel se sienten perseguidos, en su fuero interno, por la desnaturalización de esa imagen ideal. Y ese sentimiento de persecución, por supuesto, les enmascara el carácter represor de la política israelí.

Nos encontramos ante una dialéctica infernal. El antiisraelismo aumenta la solidaridad entre los judíos de la diáspora e Israel. Israel quiere mostrarles que el viejo antijudaísmo europeo vuelve a ser violento, que es la única patria de los judíos, y para ello necesita exacerbar su miedo y su identificación con Israel. Las instituciones de los judíos de la diáspora cultivan la fantasía de que el antisemitismo europeo ha renacido, cuando, en realidad, se trata de palabras, actos o agresiones procedentes de una juventud de origen islámico, surgida de la inmigración. Pero, para los que justifican a los israelíes, cualquier crítica a Israel -que, por cierto, se manifiesta de forma bastante moderada en todos los sectores de opinión- es antisemita, una extensión del antisemitismo. Y todo eso, repitámoslo, sirve para ocultar la represión israelí, hacer más israelíes a todos los judíos y proporcionar a Israel la justificación absoluta. La acusación de antisemitismo, en estos casos, no tiene más sentido que el de proteger al Tsahal y a Israel de cualquier crítica.

Antiguamente, en los países gentiles, los intelectuales de origen judío se inspiraban en un universalismo humanista, que contradecía los particularismos nacionalistas y sus prolongaciones racistas, pero ha habido una gran transformación desde los años setenta. La desintegración de los universalismos abstractos (estalinismo, trotskismo, maoísmo) provocó el regreso de una parte de esos intelectuales judíos, ex estalinistas, ex trotskistas y ex maoístas, a la búsqueda de su identidad primordial. Muchos de ellos, que habían identificado la URSS y China con la causa de la humanidad que defendían, se convirtieron, tras la desilusión, al israelismo. Los intelectuales postmarxistas se pasaron a la Torá. Y hoy existe una clase intelectual judía que tiene como referencia la Biblia, fuente de toda virtud y toda civilización, a su juicio. Después de pasar del universalismo abstracto al particularismo judío, aparentemente concreto, pero, a su manera, también abstracto (porque el judeocentrismo se abstrae de la humanidad en su conjunto), se han convertido en defensores e ilustradores del israelismo y el judaísmo, y contribuyen, con su dialéctica y sus argumentos, a condenar -por ser ideológicamente perversa y evidentemente antisemita- cualquier actitud en favor de la población palestina. Muchos no logran comprender hoy la compasión natural que despiertan los infortunios de los palestinos. No la consideran una reacción humana lógica, sino la inhumanidad del antisemitismo.

La dialéctica de los dos odios, de los dos desprecios, el desprecio del dominador israelí hacia el árabe colonizado y el nuevo desprecio antijudío, formado por todos los ingredientes del antisemitismo europeo clásico, alimenta, incrementa y extiende esos odios y esos desprecios.

El caso francés es significativo. A pesar de la guerra de Argelia y sus consecuencias, a pesar de la guerra de Irak y el conflicto palestino-israelí, en Francia, judíos y musulmanes han coexistido en paz durante mucho tiempo. Pero entre los jóvenes de origen magrebí se iba incubando un rencor sordo contra los judíos, a los que identificaban con Israel. Por su parte, las instituciones judías, supuestamente comunitarias, cultivaban la excepción judía en la nación francesa y la solidaridad incondicional con Israel. El agravamiento del ciclo represión-atentados desencadenó agresiones físicas y el paso del antijudaísmo mental a la expresión más violenta del odio, el atentado contra los lugares sagrados de la sinagoga y las tumbas. Pero todo eso confirma la estrategia del Likud: demostrar que los judíos, en Francia, no están en su casa, que el antisemitismo ha renacido y deben ir a Israel.

Con el agravamiento de la situación en Israel y Palestina, las dos intoxicaciones, la antijudía y la judeocéntrica, se desarrollaron en todos los sitios donde coexistían poblaciones judías y musulmanas.

Es evidente que los palestinos son los humillados y ofendidos de hoy, y ninguna razón ideológica puede evitar que sintamos compasión por ellos. Es evidente que Israel es el ofensor y el que provoca la humillación. Ahora bien, el terrorismo antiisraelí, convertido en antijudío, constituye la ofensa suprema contra la identidad judía; matar a judíos indistintamente, hombres, mujeres y niños, decir que son todos piezas de caza, ratas que hay que destruir, es una afrenta, una herida, un ultraje para toda la humanidad judía. Atacar sinagogas, violar tumbas, es decir, profanar todo lo que es sagrado, es considerar a los judíos inmundos. Sin duda, existe un odio terrible en Palestina y el mundo islámico contra los judíos. Pero, si ese odio implica la muerte de todo judío, se convierte en una ofensa espantosa. El antijudaísmo desatado significa el preludio de un nuevo infortunio judío. Y en este ciclo infernal, los que humillan y ofenden son también ofendidos y volverán a ser humillados. La piedad y la conmiseración están ya ahogadas por el odio y la venganza. ¿Qué decir ante este horror, sino las tristes palabras del viejo Arkel en Pelléas et Mélisande, de Maeterlinck: "Si yo fuera Dios, sentiría piedad por el corazón de los hombres"?

¿Hay salida? La salida tendría que estar en invertir la tendencia, es decir, disminuir el antijudaísmo mediante una solución equitativa a la cuestión palestina y una política equitativa de Occidente para el múndo árabe-musulmán. La única solución real puede estar en una intervención internacional que incluya, desde luego, una fuerza de interposición entre las dos partes. Pero esa solución real y realista, hoy, es totalmente ilusa. Cuántas tragedias aguardan, cuántos desastres en perspectiva, si no conseguimos incorporar el realismo a la realidad.

Edgar Morin es sociólogo. Traducción de M. Luisa Rodríguez Tapia. © Le Monde, 2004.

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