La resurrección de Aguirre
Pocos analistas políticos se han fijado en un detalle que ha acompañado a muchas de las primeras intervenciones públicas de Josu Jon Imaz, el nuevo presidente del PNV. En sus discursos y entrevistas, Imaz ha hecho un gran esfuerzo por rescatar la memoria de uno de los grandes líderes del partido, como lo fue el primer lehendakari, José Antonio Aguirre. Lo hizo sobre todo en su discurso del palacio Euskalduna de Bilbao, con el cual presentó sus credenciales como presidente del EBB ante la Asamblea Nacional de su partido. En este texto se contabilizan no menos que cinco referencias a Aguirre, aparte de varias menciones de algunos de sus más íntimos colaboradores de la época del exilio, como Manuel Irujo, Jesús María Leizaola o Javier Landaburu. Este dato de la recuperación de Aguirre para el discurso político del presidente del PNV no sería noticia si no contrastara con la no explícita, pero sí evidente, marginación de esta figura histórica y su obra durante los últimos años del mandato de Arzalluz. Cuando se cumple el centenario del nacimiento de José Antonio Aguirre Lekube (Bilbao, 1904-París, 1960), el nacionalista vasco más carismático, más influyente y más respetado en Euskadi, España y en el ámbito internacional, quizá convenga reflexionar sobre el legado que él y sus colaboradores dejaron al PNV, para calibrar el significado de esa sorprendente reivindicación de Aguirre, si quiere ser algo más que un mero gesto retórico.
La recuperación de Aguirre por Imaz no sería noticia si no contrastara con la marginación de su obra durante los últimos años del mandato de Arzalluz
Aguirre nunca dejó de ser un nacionalista soberanista, no necesariamente independentista, en el sentido de conseguir una soberanía lo más amplia posible
En sus proyecciones más optimistas siempre contemplaba la existencia de determinados vínculos político-administrativos entre Euskadi y España
El nacionalismo vasco no acaba de aprender la lección de Aguirre de que para conseguir avances en el autogobierno es imprescindible implicarse en el Estado
Martínez Barrio quiso aprovechar el prestigio de Aguirre entre los republicanos, llamándole sin éxito dos veces a formar gobierno
La transformación de José Antonio Aguirre, tras su fallecimiento en 1960, en un mítico lugar de memoria ha obstaculizado un mejor conocimiento de este personaje complejo, en cuyo currículo político se encuentran, junto a indudables aciertos, también una serie de grandes errores y contradicciones. De su trayectoria política destacaría cuatro elementos básicos. En primer lugar, y contrariamente a lo que sostienen interpretaciones reduccionistas y a menudo políticamente interesadas, cabe afirmar que Aguirre nunca dejó de ser un nacionalista soberanista, en el sentido de definir la consecución de una soberanía lo más amplia posible para el País Vasco como la meta final de su política. Soberanía, empero, no significaba para Aguirre necesariamente independencia. Al contrario, en sus múltiples escritos públicos y privados apenas utilizaba esta palabra; e incluso en sus proyecciones políticas más "optimistas" para un País Vasco liberado de Franco y dotado de una amplia soberanía, siempre contemplaba la existencia de determinados vínculos político-administrativos entre Euskadi y España.
Tras la dolorosa experiencia de 1936 sabía que lo que se decidía en Madrid siempre iba a tener repercusiones también en Bilbao. El soberanismo de Aguirre se acercaba más a la idea de una co-soberanía de índole confederalista que a un independentismo separatista. Presentar a Aguirre categóricamente como un "autonomista" que habría renunciado a la meta final de la (co)soberanía y oponer este autonomismo al "soberanismo" del PNV actual significaría una indebida simplificación de la historia.
Una larga marcha
Ahora bien, durante buena parte de su vida el primer lehendakari fue un hombre lo suficientemente pragmático y realista como para darse cuenta de que entre sus aspiraciones políticas a largo plazo y la realidad vasca, española e internacional existía un amplio foso que no se podía cruzar con un gran salto revolucionario, sino tan sólo con una larga marcha continua que acumulaba el esfuerzo de innumerables pequeños pasos consecutivos. Por ello, Aguirre abominaba, por ineficaces y contraproducentes, de los guardianes del radicalismo ortodoxo de su partido, porque la liberación de la patria no se conseguía "ni con gritos, ni con programas que sólo están en el papel o en las tribunas vocingleras de los mítines baratos, ni vitoreando a la Patria cuando se está desangrando la nación". Conviene recordar este alegato a favor del gradualismo pragmático, combinado con un explícito rechazo del radicalismo nacionalista impaciente y rupturista, cuando en determinados momentos de la historia más reciente del PNV no pudimos deshacernos de la impresión de que sus dirigentes estaban dispuestos a sacrificar este principio de su líder histórico y entregar el mando de la política al radicalismo militarizado de (Herri) Batasuna. Imaz quizá nunca lo admitirá públicamente, pero tengo la sensación de que es consciente de este fenómeno.
Lo que me lleva a esta impresión es otra referencia muy significativa de su ya citado discurso que, sin embargo, ha pasado prácticamente inadvertida: aquélla donde menciona la famosa cumbre que celebraron las diferentes organizaciones nacionalistas con las dos ramas de ETA en Txiberta (País Vasco francés) de 1977. Allí, los paramilitares amenazaron al PNV con el comienzo de una oleada de atentados si este partido no accedía a formar un frente nacional común opuesto a la participación en las elecciones generales de ese año. Los representantes del PNV, salvo Telesforo Monzón, rechazaron esta pretensión, alegando que "no se puede pasar a todos por el mismo prisma, porque el pueblo es plural y hay que aceptarlo", y que la libertad de Euskadi "se conseguirá por pasos consecutivos, no de un golpe". Aguirre ya había muerto 17 años antes, pero en Txiberta su mensaje seguía vivo para sus sucesores. Si Imaz recuerda y comenta esta cumbre histórica en su primer discurso importante como presidente del PNV, con la constatación de que "no vamos a abandonar nuestro camino ni renunciar a lo que somos", esto sólo puede ser entendido como un aviso para navegantes, también en el propio partido.
Pactos transversales
Una derivación lógica del gradualismo pragmático de Aguirre fue su defensa de pactos transversales con otras fuerzas vascas y españolas como herramienta básica de su política. La pluralidad de la sociedad vasca y los lazos que unían a Euskadi con el Estado hacían imprescindible la búsqueda de consensos para ir realizando, paso a paso, los objetivos parciales en el camino hacia la libertad y el autogobierno vascos. La culminación del pactismo a ultranza la alcanzó Aguirre entre 1945 y 1947, cuando se convirtió en el principal artífice del restablecimiento del Gobierno Republicano español en el exilio y su verdadero dirigente desde la trastienda. Diego Martínez Barrio, a la sazón presidente de la República, quiso transformar este poder que ejercía Aguirre de facto en un liderazgo de jure, llamándole infructuosamente dos veces a formar Gobierno. Contrariamente a una buena parte de sus compañeros de partido, el lehendakari no tenía ningún problema en compaginar su profunda creencia nacionalista con este firme protagonismo como líder de la República. Irujo, la mano derecha de Aguirre en el Gobierno Republicano hasta el verano de 1947, se dio cuenta lúcidamente de que "ese prestigio y esa autoridad no nos pertenece ya por entero a los vascos. Hoy, el presidente Aguirre es una gran figura de la República Española". En la España neoautoritaria de Aznar, estas palabras suenan a ciencia-ficción. Y no sólo porque la derecha gobernante ha encontrado en la visceral confrontación con el nacionalismo democrático en Euskadi y en Cataluña una aparentemente eficaz palanca populista para perpetuarse en el poder, sino también porque el nacionalismo vasco permanece anclado en un cierto ensimismamiento político desde el cual no acaba de aprenderse la lección de Aguirre de que para conseguir avances en el autogobierno en casa es imprescindible implicarse, ceder y pactar también en el Estado. Para que esto pueda ocurrir, probablemente sea necesario que se produzcan dos circunstancias: una, que el PP pierda la mayoría absoluta en marzo y se lleve a cabo una regeneración democrática de la política en España; y dos, que Imaz y los dirigentes nacionalistas recuperen otro de los rasgos esenciales del legado de Aguirre: su capacidad de autocrítica y de sacar las conclusiones pertinentes de la misma.
Así, Aguirre, tras reconocer el tremendo error que en 1931 había supuesto la alianza con los tradicionalistas, los enemigos más acérrimos de la República, puso manos a la obra para pilotar al PNV, junto con Irujo, hacia el centro político, donde un entendimiento con la izquierda resultaba posible. De este entendimiento nació el Estatuto de 1936, el mayor éxito político del nacionalismo vasco en su historia previa a la Guerra Civil. Pero mucho más sonado aún fue el cambio de rumbo emprendido por el primer lehendakari durante sus primeros años del exilio, que constituyen probablemente la fase menos conocida de su trayectoria política.
Y es que en 1939 se erigió en el ideólogo de un nacionalismo radical e intransigente que, especulando con la futura ayuda de las democracias occidentales y explotando la descomposición de las instituciones republicanas y de su principal socio en el Gobierno vasco, el Comité Central de los Socialistas de Euskadi, decidió romper todos los puentes con la República y sometió a los socialistas vascos a una tremenda presión para desvincularse orgánica e ideológicamente del PSOE.
Tras el casi milagroso regreso de su viaje clandestino por la Alemania nazi, y gracias a sus múltiples contactos políticos con los primeras espadas de las cancillerías europeas, con el Departamento de Estado de EE UU y un gran número de líderes republicanos en el exilio, se dio cuenta de que la estrategia del radicalismo no podía ser apoyada por los aliados, interesados en garantizar el orden en toda la península Ibérica y no sólo en una pequeña parte de ella. Esto exigía recuperar la alianza con el republicanismo. Y para poder abordarla con ciertas garantías había que asegurar la cohesión del Gobierno vasco, y esto no era posible sin la renovación del acuerdo con los socialistas, previo cese del acoso político a los mismos. ¿Serán los nuevos líderes del nacionalismo vasco democrático capaces de realizar una lectura autocrítica tan consecuente de su mayor error cometido durante los últimos años, que no es otro que el proceso negociador que llevó a la firma del Pacto de Lizarra? En las páginas de este mismo periódico (8-2-2004) el propio Imaz contestó afirmativamente, remitiendo a la ponencia política aprobada en la asamblea general de enero. Sin embargo, en este documento elaborado por su antecesor y por su competidor para alcanzar la presidencia del EBB, aparte de no salirse nunca de la autocrítica colectiva (los "integrantes del Foro de Lizarra"), no se encuentra ninguna palabra sobre el tema que realmente debería ser objeto de esta autocrítica: el hecho de que un partido democrático, por muy honrados que fueran sus objetivos, negocie temas políticos con un grupo armado carente de cualquier legitimidad para ello, y contemple, aunque luego no lo firme, la marginación de otros partidos democráticos no nacionalistas como posibilidad a plantear en estas negociaciones.
Andoain
Hay otras preguntas que surgen si miramos al PNV actual en el espejo del talante flexible y autocrítico de Aguirre. ¿No debería un presidente de partido con vocación de ejercer un verdadero liderazgo haber evitado el triste espectáculo ofrecido por sus concejales en Andoain? Ante el panorama de que el sucesor de Aguirre, el lehendakari Ibarretxe, sólo podrá contar con los votos (o la abstención) de Batasuna para aprobar su plan en el Parlamento vasco, ¿no debería moverse para desatascar la situación? Esto no debería conducir necesariamente al abandono de sus legítimas ideas y propuestas, sino a la recuperación del gradualismo, el restablecimiento de un mínimo de confianza y a la prioridad de estrategias de consenso. Al fin y al cabo, el desafío ante el que se encuentra el nacionalismo vasco de Imaz e Ibarretxe en el centenario de Aguirre no es otro que el que Max Weber ya formuló en 1919 en su clásica conferencia sobre la Política como profesión, en la que definía al buen político como aquel cuya conducta se basaba en un equilibrio entre la ética de la conciencia y la ética de la responsabilidad, un equilibrio que requería sacrificar la pureza de la doctrina en los altares de la realpolitik. "Política significa", así concluyó Weber su ensayo, "un lento, fuerte taladrado de duras planchas de madera con pasión y mesura a la vez". No se puede definir mejor la esencia del legado que dejó José Antonio Aguirre a su partido. Cien años después del nacimiento del primer lehendakari vasco, es preciso sacar este legado del baúl de los recuerdos y recuperar la sintonía weberiana entre pasión y mesura que tantos éxitos ha traído al PNV a lo largo de su historia.
y está escribiendo una biografía de José Antonio Aguirre.
Ludger Mees, catedrático de Historia Contemporánea de la UPV-EHU, es co-autor de El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco,
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