Diversión y crimen
La espléndida biografía de Solana publicada por su amigo Ramón Gómez de la Serna en 1944 nos ha transmitido un dictum impagable del pintor y escritor. Dijo, al parecer, un día, que le gustaban los impresionistas porque "merendaban en el campo con una mujer desnuda, y pintaban la merienda, la mujer en cueros y ellos mismos". En el fondo, no se puede decir nada mejor del arte moderno: se pinta o se escribe como se respira o se merienda, como se fornica y como uno se autorretrata, haga lo que haga. Quitémonos de la cabeza que Solana fuera un espontáneo (aunque tuviera las mejores virtudes del peintre du dimanche) y que su encuentro de la "España negra" fuera un destino natural. Pintaba y escribía así porque le divertía (Ramón lo clavó: "Diversión y crimen", "ensueño de realidad") y era muy consciente de sus antecedentes. Las dedicatorias de sus libros son elocuentes al respecto: el primero, Madrid. Escenas y costumbres (1913; divierte pensar que casi es coetáneo del Platero y yo de Juan Ramón, que tiene muchos capítulos amarillos y rosas, pero también alguno francamente negro) está dedicado a Leonardo Alenza, el discípulo de Goya. El segundo volumen del mismo título (1918), a Ortego, el caricaturista del Gil Blas. La España negra (1920) se brindó a Ramón Gómez de la Serna y Madrid callejero (1923), a Zuloaga, quien, con Regoyos, había merecido un elogio en los capítulos finales del volumen de 1918. Pero el primer capítulo, La Puerta del Sol se ofreció a la crítica de arte socialista Margarita Nelken. Y el citado Madrid de 1913 se cierra con una emotiva evocación de los pedagogos anarquistas Francisco Ferrer y Soledad Villafranca, paseando por el Retiro madrileño, a los cuatro años del inicuo fusilamiento de aquél.
Habrá que hablar un día de la
"España negra", que no es, por supuesto, una exclusiva nacional (los ingleses, desde Hogarth y Dickens, tienen una buena tradición de esa índole, y los italianos e incluso los alemanes...). En tanto, valga decir que dista de ser una percepción simple y directa, una reacción espontánea; es, por el contrario, una visión elaborada que requiere un hábil manejo de la distancia táctica y de la cercanía casi miope, una alianza del juego y la bronca, a la vez que del masoquismo y del humor. Es un modo de espantar fantasmas (y de convocarlos) que cultivan seres complejos. Los unos obsesionados hasta el delirio por la estética, como Valle-Inclán y Cela. Otros, moralistas como Basilio Martín Patino y Daniel Sueiro. Hay librepensadores como Buñuel, Berlanga o Carandell. Y sensibilidades recatadas y vulnerables como Pío Baroja, Chumi Chúmez, Forges y Rafael Azcona.
En muchos, el tema arranca de una experiencia personal que se reitera: los tambores calandinos o los carnuzos de Buñuel, los ajusticiados de Baroja, los chupatintas de Azcona y Forges... Me atrevería a decir que el torcedor íntimo de Solana fue la corrida de toros y sus víctimas mayores, el toro y el caballo: vaya el lector a verlo de inmediato en El desolladero o en Toros
condenados, del Madrid de 1913, en Corrida de toros en Tetuán, del Madrid de 1918, o en las páginas dedicadas a Colmenar Viejo en Dos pueblos de Castilla (1923).
El otro motivo es, por su
puesto, el odio al clérigo: el lector evitará ahora la edición de Taurus, de 1966, que tiene muchos cortes, y en las publicadas por La Veleta o la Fundación Santander Central Hispano leerá en La España
negra, cuando el viajero llega a Medina, la visión de aquel convento de franciscanos donde los frailes se lavan medio desnudos, tras haber holgazaneado lo suyo, y desdeñan las llamadas de las hembras de un burdel vecino porque ya tienen unas monjas cercanas con las que hacerlo. En Ávila, páginas después, habla de Ignacio de Loyola como "ese santo tan desagradable y cojo, que trastornó al mundo con sus peregrinaciones, y creando la secta más miserable que han visto los siglos". En Tembleque oye unos "cantos lastimeros de monjas (...) como si las doliera el estómago y cantando con la nariz, como brujas".
Tiene mucha razón Ramón cuando, al evocar la solidez del dibujo solanesco, dice que su pintura "es tan mórbida que estaban las figuras ya casi moldeadas en la hornacina de los cuadros". Hornacinas, retablos, exvotos... El estado natural del mundo en las páginas de Solana es la exhibición, el muestrario, la galería. En la serie madrileña de 1918 deja a menudo que hable directamente el pregón de sus héroes: el ortopédico, el curandero, la adivinadora, el ventrílocuo... En todos los libros le fascina la acumulada contigüidad de lo horroroso: galerías de figuras de cera, barracas de fenómenos, salas de disección, carros de vistas (léase ahora la minuciosa, notarial descripción de los muñecos que cuentan la muerte del lidiador Granero, en Madrid callejero). ¿Sería porque nunca olvidó la visita de aquella Casa del Pobre que se había montado en el Retiro madrileño y cuyo descubrimiento contó en su primer libro?
Porque, a fin de cuentas, lo que importa en esa expedición a lo negro es el lugar moral que ocupa el escritor. Por un lado, el de Solana está, sin duda, con la pancarta que exhiben unos mendigos al final de La verbena del Carmen: "El pueblo de Madrid pide que bajen las subsistencias. ¡Hay hambre!". Por otro, está en el Prólogo de un muerto, tan quevedesco, que abre La España negra, a medias entre el sueño y la vela. Y en la imagen del narrador de Florencio Cornejo (1926), su último libro: un rentista desconfiado y regañón, tan hirsuto como tierno, que ve la muerte de su tío y que espera la propia. A la postre, lo más negro de todo es la muerte que ha de llegar; hablar de lo negro es un entrenamiento para morir.
José Gutiérrez Solana. Obra literaria. Tomos I y II. Fundación Santander Central Hispano. 283 y 398 páginas. 24 euros los dos volúmenes. La España negra. Comares/La Veleta. 264 páginas. 13,22 euros.
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