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Columna
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La delgadez

Dos terceras partes de la población tiene un peso normal, de acuerdo a las normas médicas, pero prácticamente todos ellos quieren adelgazar. Si se trata de mujeres, aún más. La mitad de las chicas que vemos delgadas se ven a sí mismas gordas. Su ideal sería estar flacas. Lo flaco se opone a lo gordo como lo bello a lo feo, la liviandad se opone a la pesantez como el bien al mal. En otro tiempo las mujeres manifestaban con su cuerpo la condición de madres; con grasa y proteínas para proveer a los bebés. Ahora el modelo materno se incluye entre las gordas y, cuando el embarazo desaparece, la protagonista aspira a borrar de inmediato todo indicio de su anterior condición. En el mundo tan sólo un 2% de la población posee las medidas y el peso de las profesionales y los profesionales que desfilan en las pasarelas. Una modelo suele pesar entre 15 y 18 kilos menos que una mujer considerada normal. La consecuencia es que el modelo se hace de todo punto inalcanzable y la sensación de hallarse en falta cruza de un lado a otro la humanidad occidental. Estar gordo no puede estarlo siquiera el señor rico porque denota en su obesidad alguna ignominia, un gansterismo ominoso o un abuso despiadado de la explotación. El multimillonario no alude hoy, con su figura, a una bolsa repleta de oro sino a la idea genial, como de artista, que ha conseguido hechizar al público y atraer magnéticamente ingresos. Ingresos que, a su vez, no pesan, flotan, patinan, aparecen o se esfuman en las pantallas. Pero si la economía es intáctil, el capital ingrávido, las empresas transparentes, ¿cómo asombrarse de la obsesión por enflaquecer? El punto máximo de la elegancia es el hueso y todo aquello que se le adhiere debe cuidar de no hacerse notar. El estilo del mundo tiende a lo sucinto, al tono simplificado y digital: los aparatos ligeros, las comunicaciones sin cables, la música sin instrumentos, la gimnasia sin esfuerzo, la alimentación sin calorías, la realidad virtual. El peso parece de otra época mientras el siglo XXI se desarrolla en el aire, como una emanación de las cosas sin las cosas, como una voz de los volúmenes sin espesura, como una historia descargada de destino, un presente inconsútil y aligerado de más allá.

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