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El tripartito, una cuestión de confianza

Josep Ramoneda

El principal argumento para apostar por la continuidad del tripartito es la voluntad de los dirigentes de las tres formaciones políticas que lo componen. En público y en privado, Maragall, Montilla, Saura y Puigcercós repiten que la mayoría catalanista y de izquierdas es una opción estratégica que mantendrán hasta el final de la legislatura.

Un comunicado de ETA no puede modificar una mayoría surgida de las urnas en Cataluña. Ni un lamentable error de un dirigente del Gobierno catalán, que ya no forma parte de él, puede ser razón suficiente para negar una experiencia legítima cuyo principal delito es romper las pautas cristalizadas durante 23 años de autonomía. Dentro del espacio roturado por el nacionalismo conservador durante su larga hegemonía, cabían tres opciones posibles: un Gobierno nacionalista de CiU (apoyado por el PP en caso de mayoría insuficiente), un Gobierno de concentración nacionalista (CiU más ERC) o un Gobierno transversal (CiU más PSC). Pero no cabía la opción que se arbitró después del 16-N, porque en la mentalidad de un partido que se autoidentificaba con la nación catalana es traición cualquier combinación en la que no esté. El tripartito rompe la corrección política nacionalista. Y éste es uno de los elementos que hacen atractiva su andadura.

Si al nacionalismo conservador le rompía los esquemas, al nacionalismo español también. El PP se había acostumbrado a Pujol y a Convergència i Unió a partir de la convicción de que las cosas que les unían -la política económica y una concepción neocatólica de la vida cotidiana- permitían superar las incomodidades derivadas de la distinta lealtad nacional. Al fin y al cabo, Jordi Pujol había disipado cualquier duda: "Cataluña es una nación sin Estado. Pertenecemos al Estado español, pero no tenemos ambiciones secesionistas". También cabía en los esquemas del PP el Gobierno de concentración nacionalista, porque en el peor de los casos le permitiría repetir la estrategia de confrontación nacionalista que ya ha ensayado en el País Vasco. Pero que Esquerra Republicana se fuera con el PSC no estaba en sus cálculos. Con lo cual hay que tirar contra el neonato sin contemplaciones. Y así se hizo desde el primer momento, es decir, desde antes de que se conociera el evento coartada para todas las movidas: la cita de Carod con ETA.

La mañana del pasado miércoles, cuando se tuvo noticia de que ETA iba a anunciar una tregua selectiva para Cataluña, en Madrid el PSOE se puso en contacto con el PP para proponerle que la respuesta se hiciera por medio de un comunicado conjunto. El Gobierno dijo: no. Probablemente la pregunta del PSOE era retórica porque, conociendo a este Gobierno, todo el mundo sabía que no soltaría la presa. Y la presa era Carod Rovira como pieza de convicción del siniestro argumento electoral de acusar a Zapatero de deslealtad a la patria por asociación con amigos de los terroristas. Por extensión, obviamente Piqué se veía obligado a seguir la consigna en Cataluña e impedir que el Parlament se pronunciara conjuntamente contra ETA. Poco importaba que esto significara romper un consenso frente a los desafíos de ETA que se habían mantenido durante toda la democracia. Pero un Gobierno que es capaz de romper el consenso en política internacional para apoyar una guerra también será capaz de utilizar la lucha antiterrorista en beneficio electoral. Tan flagrante ha sido el oportunismo del PP que, incluso dentro del propio partido del Gobierno, hay gente que piensa que se ha ido más lejos de lo razonable.

El PP ha encontrado en el tripartito catalán el eslabón débil sobre el que lanzar su ofensiva para seguir presentándose como el detentador del monopolio de la razón patriótica. El tripartito hubiese sido blanco predilecto del PP en cualquier caso -como lo fue en su día el Gobierno de izquierdas de Mallorca, por ejemplo-. Pero el asunto Carod, evidentemente, es una contribución inmejorable a esta tarea. Carod es responsable de haber dado reconocimiento y presencia a ETA, que se ha colado en plena campaña electoral. Pero el Gobierno del PP es el primer interesado en que ETA permanezca en escena.

Sin embargo, un Gobierno no puede vivir en situación de sobresalto permanente. Descontados todos los factores externos, sólo el Gobierno catalán por sí mismo puede sacar adelante la situación. Y esto significa dos cosas: cauterizar por completo la contaminación provocada por la cita de Carod con ETA y demostrar con la acción de gobierno que estamos ante un cambio real, capaz de satisfacer las expectativas de todos aquellos que desean un terreno de juego más amplio que el roturado por el nacionalismo conservador.

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Lo primero no quedará realmente resuelto hasta que Carod haga un paréntesis en su vida política. Una decisión que sólo él puede tomar sin riesgo de escisión en su partido. Mientras Esquerra Republicana conserve a Carod como líder, y en la medida en que él siga sin reconocer su error, siempre quedará abierta la pregunta incómoda: ¿formaba parte el encuentro con ETA de las opciones estratégicas de Esquerra Republicana? Si la respuesta fuera sí, el futuro del tripartito sería complicado.

Lo primero es condición de posibilidad de lo segundo: que el Gobierno gobierne con la tranquilidad necesaria para que su acción sea efectiva. Y que cumpla las promesas de regeneración democrática, de transparencia, de cambio en las maneras de hacer las cosas, y que demuestre que es capaz de hacer una política diferente en las cosas que conciernen directamente a la ciudadanía.

Desde fuera se hostiga al Gobierno. Y esto puede provocar una coyuntural reacción ciudadana en su apoyo. Pero lo único que puede poner realmente a salvo al tripartito es la confianza continuada de la gente. Y ésta nadie la ganará por él.

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