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Columna
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Empezar por el final

Andrés Ortega

¿No estamos en la era de la globalización, en la que lo de fuera tanto incide sobre lo de dentro? Una parte de la política parece anclada en otra realidad, pese a que el 11-S y la guerra de Irak hayan vuelto a despertar a los ciudadanos españoles a su condición en el mundo, y esta campaña electoral sea la primera en que la política exterior -que en nuestros días, es la política por excelencia- puede tener cierto protagonismo. Pero, salvo en el caso del PSOE (por vez primera), los programas de los principales partidos para las elecciones del 14 de marzo relegan al final la política exterior y la política europea (que es ya otra forma de política interior, aunque sea de un interior más amplio). La lógica debería llevar a empezar por ahí, por la circunstancia y cómo incidir en ella, antes incluso que por el yo nacional. La acción exterior se ha hecho mucho más compleja y rebasa ya el ámbito del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuya reforma, no obstante, se hace siempre esperar desde al menos 25 años. Además, está pendiente la adaptación del sistema autonómico, que tanto se ha desarrollado, al europeo, que también ha cambiado.

La política exterior llega en el programa del PP en penúltimo lugar, justo antes de su "compromiso con la Constitución". Pero de sus 10 propuestas-estrella con las que cierra su programa -Diez metas para seguir avanzando-, ninguna sobre política exterior. El PSOE es el único que abre su programa con "España en el mundo" y con "los grandes retos en un mundo globalizado". Zapatero ya fijó como el primero de sus 10 compromisos "restablecer el consenso en política exterior para recuperar el papel de España en Europa". ¿Sobre qué bases, las del PSOE más o las del PP? CiU deja lo de fuera también para el final y, tras una breve mención a Irak, la visión exterior de Esquerra se para en Europa.

Se dirá que el orden de los factores en algunas operaciones no altera el resultado, lo cual no es del todo verdad; por ejemplo, en el mundo de las matrices. La política es a menudo una operación no conmutativa que se ve alterada por el orden de las decisiones. Si esta cuestión es especialmente importante en España, es porque este país siempre ha ido mejor cuando ha estado embarcado en un proyecto colectivo superior a sí mismo. No se trata de añorar tiempos imperiales, sino de recordar lo que ha supuesto para la democratización y la modernización en todos los órdenes de España el haber aspirado a entrar en la hoy Unión Europea; luego, haber tenido que adaptarse al mercado único, y finalmente, el esfuerzo para llegar con (casi todos) los demás al euro.

El drama es que, tras estos éxitos y la ampliación de la UE en el horizonte inmediato del 1 de mayo -que hay que hacer funcionar, tarea que no moviliza entusiasmos-, la construcción europea, por diversos motivos, se ha quedado sin proyecto para seguir avanzando. La Constitución interrumpida no lo es. La construcción europea ha sido siempre un gran ejercicio de prospectiva, ciencia que, bien entendida, no trata de adivinar el futuro, sino ayudar a construirlo. Y en lo poco que hay -como la reunión tripartita en Berlín (que de nuevo rompe la aritmética, pues 2 + 1 no es necesariamente igual a 3)-, es de lamentar que España no haya participado. En otros tiempos, podría haberlo hecho. Ahora, sus aliados son Portugal, Holanda (muy válidos), la Italia de Berlusconi y Polonia o Estonia. La abigarrada compañía no es la más atractiva para España.

Pero lo más grave es que esta crisis de prospectiva exterior también ahonda la crisis interna. Incluso cabe pensar que la ruptura del consenso parlamentario y social en política exterior, que quedó explícita con la guerra de Irak (por cierto, ¿con q o con k?, pues de todo hay en el texto del PP), también ha contribuido a dañar la cohesión interna de este país. La recomposición interna necesita del proyecto europeo (y Europa, de un proyecto para un mundo global). El neoamericanismo no puede reemplazarlo, y el antiamericanismo, tampoco.

aortega@elpais.es

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