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Columna
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Compasión

La decisión final del obispo de Córdoba sobre el cura de Peñarroya habrá calmado a muchos feligreses. A mí, que no soy feligrés de ninguna parroquia y que no pertenezco a la cofradía de la santa indignación, me permite recuperar mis principios. Están pasando cosas muy raras, y al menor descuido uno pierde la prudencia, y la piel del carácter, y se descubre uno entre los repartidores de castigos y venganzas, que son como los repartidores del gas apostólico y butano, gentes vestidas con el mono justiciero de las personas decentes, es decir, con ropa de salida de misa los domingos por la mañana. Me siento incómodo entre la muchedumbre que se agolpa a la salida de las iglesias, o de los juzgados, o en las pantallas de los televisores, para increpar al delincuente. Por muy duros que sean los delitos, los delincuentes, una vez juzgados y condenados, son individuos solitarios, a los que se les viene el mundo encima, merecedores de compasión más que de un grito o de una paliza. El linchamiento moral es propio de la estirpe carnívora de los hipócritas, de los seres educados en los sentimientos de culpa, de las aulas con olor a incienso y a pecado, de los confesionarios y los internados escolares que mezclan el frío de la mañana con el aliento a café con leche de los padres confesores. Me asustan sobre todo los escandalizados que van con su experiencia por delante, como si la experiencia fuese un argumento de imparcialidad y opinión objetiva. Es que yo tengo una niña de 6 años, es que a mi padre lo mataron, es que a mi hermana, es que... El dolor de las personas merece compasión, solidaridad, pero no da carta blanca, ni cualifica para buscar soluciones, porque la justicia no es nunca un acto de venganza.

Soy de los que considero que toquetear las conciencias infantiles es tan peligroso y deja tantas secuelas como toquetear los cuerpos. El adoctrinamiento prematuro es un manoseo intelectual y escolarizado que tampoco tiene perdón de Dios. El cura de Peñarroya ha pasado del espíritu al cuerpo, como un alma de doble filo, abandonándose a sus miserias, a sus desgracias, a sus debilidades. Un personaje digno de compasión. Pero suceden cosas muy raras en esta España conservadora y clerical, y al obispo de Córdoba no se le ocurrió mejor idea que mantener al abusador en su puesto de combate. Realmente es inconcebible que un obispo intente mantener en su parroquia a un cura condenado por abusar sexualmente de las niñas del pueblo. ¡Qué forma de sentirse por encima de la ley y de la vergüenza! El instinto natural de compasión, que se merece cualquier desgraciado, se olvida del párroco, y se pone al lado de las niñas y de los padres de Peñarroya, que no alcanzan a sentirse seguros ni en su iglesia. Y uno no puede reprimir la santa indignación, ni evitar el deseo de contribuir al linchamiento moral del cura, una víctima más de la revolución sexual, que es el nuevo nombre que la Conferencia Episcopal le da al diablo de siempre. Confieso haberme encolerizado como una persona decente. Gracias a Dios, el obispo de Córdoba acaba de reconsiderar su actitud, acaba de separar al párroco de sus víctimas. Eso me permite volver al sentimiento de la compasión, pensar en su desgracia. Pobre hombre, y vaya tropa.

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