Directamente al tono
En alguna de sus páginas Gabriel García Márquez representó al dictador caribeño de El otoño del patriarca echado en una hamaca esperando la mano vengadora que vendría a matarlo. Y he aquí que Daniel Pennac une aquellos dos elementos literarios que el colombiano dejó sonando en la memoria de sus lectores: el dictador y la hamaca. Lo curioso de esta obra del francés es que contiene dos de las características que de ordinario se asocian a la prosa de Gabo: su tono hipnótico y su mágica autenticidad (literaria y humana), hasta el punto de que El dictador y la hamaca logra, sobre todo en su primera parte, hacer vibrar en el lector ecos que provienen de aquel fabuloso relato de la familia Buendía.
EL DICTADOR Y LA HAMACA
Daniel Pennac
Traducción de Manuel Serrat Crespo
Mondadori. Madrid, 2003
316 páginas. 18,50 euros
Daniel Pennac alcanzó la fama a principios de los noventa con un libro que era una exaltación heterodoxa de la lectura: Como una novela. Allí desplegaba su talento de maestro, pues ése había sido su oficio durante años. Incitaba a leer cualquier cosa, a saltarse anodinas páginas de clásicos, a abandonar un libro en cuanto dejase de interesar. Fiel al principio de que un maestro debe ante todo dar ejemplo, Pennac dio forma, como si trabajase el barro ensuciándose hasta el cuello con él, a la gloriosa tribu Malaussène. Títulos tan fascinantes como La felicidad de los ogros, El hada carabina y La pequeña vendedora de prosa demostraron que la novela francesa no estaba sólo en manos de parisienses encerrados en un laberinto mohoso, que había escritores vivos en las afueras. De la pentalogía Malaussène y de las otras novelas del escritor de Bellville recordamos algún memorable personaje, aquella escena de veras lograda, una frase redonda del libreto, pero lo que de veras seguimos oyendo es la música. Una música que otorga ritmo, visibilidad, sentido a su prosa y la convierte en un instrumento feliz como felices ha imaginado Pennac a los ogros.
El dictador y la hamaca sería como una novela si no fuera más que una novela. Podría haber sido el relato lineal de cómo un dictador del interior brasileño, que siente angustia ante los espacios despejados, recurre a un sosias para vivir otra vida en Europa sin dejar de sojuzgar su país a distancia. De cómo con el tiempo los sosias acaban cansándose de su papel y van pasando el testigo hasta que se cumple el destino anunciado del dictador agorafóbico, un hombre que jugaba al ajedrez y "se divertía sin reír". De cómo es precisamente a un barbero, igual que en el caso de Chaplin y su brillante parodia de Hiltler, quién elige el dictador. De cómo de repente aparecen Rodolfo Valentino y el propio Charlie Chaplin en liza, y la novela se va al cine, primero al mudo, y luego asiste al sobrecogedor discurso del barbero al final de El gran dictador. Si esta obra de Pennac hubiera sido sólo como una novela, habríamos desde luego entrado en Teresina, conocido la receta nacional del "bacalhau do menino"; habríamos también llegado a Chicago a través del desierto, dando un rodeo por Nueva York y Hollywood. Y sin embargo, por muy brillante que hubiera sido el tempo narrativo, verdaderas las escenas y oportunos los diálogos, al final nos habría quedado un regusto a peripecia gratuita, como tantas otras novelas.
Para que eso no ocurra, el bueno de Pennac desenfunda el arma secreta de todo buen novelista: el tono. Al principio sarcástico, implacable, el tono del relato avanza hacia terrenos legendarios -la sombra de Gabo- y enseguida hace un quiebro y el novelista nos habla de sí mismo, de cuando Daniel Pennac vivió en una provincia del interior de Brasil. Nos enfrenta a la experiencia como si fuese parte integrante de la ficción o al revés, pues en el fondo es lo mismo. Y a partir de ahí, ese tono, flexible y silbante como el movimiento de una víbora bajo la hamaca donde estamos leyendo, alcanza el punto de extraer de la ficción un personaje real, Sonia, y sostenerlo ante nuestros ojos fuera de la novela por mucho que sepamos que está dentro de ella. Porque, afirma el narrador, "un personaje sólo está realmente allí si escapa a la peripecia que ha hecho necesaria su aparición". Y esto le sucede a gran número de personajes en esta novela, no sólo a Sonia. Quizá Chaplin sea el verdadero origen de esta obra y puede que hasta del tono narrativo del creador de los Malaussène. Charlie, escribe, va "directamente al tono, ¡directamente!, estrujando las palabras; el tono que es la sola verdad del discurso, el ruido justo que hace una intención de hombre". En fin, otra lección de Pennac.
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