La crisis sigue
El caso Carod, lejos de quedar zanjado, ha abierto visibles heridas en las filas del socialismo. Una semana después del estallido y de su supuesta resolución, dirigentes socialistas se cruzan ásperos reproches en los que está implícita una valoración divergente de la crisis y una percepción también distinta de sus consecuencias para el conjunto del partido socialista. El calibre de la deslealtad de Carod es distinto según se analiza desde la sede del PSC en Barcelona o desde la sede del PSOE en Madrid, y otro el orden de prioridades que se establece sobre el bien a preservar: en Cataluña parece ser el tripartito por encima de los resultados electorales de Zapatero, y lo contrario en la calle de Ferraz.
No se trata únicamente de divergencias internas. Lo que está en juego es algo que importa a todos. Una democracia necesita de un partido de oposición que represente una alternativa creíble y posible, capaz de disputar por el Gobierno en las urnas. Ni el mejor estratega de campaña del Partido Popular hubiera imaginado un espectáculo como el que protagonizan diversos dirigentes socialistas, hasta el punto de que la deslealtad del dimisionario Carod aparece como la ignición del explosivo que puede llevarse por delante los dos objetivos que los socialistas querían preservar: el tripartito y las posibilidades de éxito de Zapatero.
La formación del tripartito catalán y la presidencia de Pasqual Maragall no hubieran sido posibles sin la voluntad y el esfuerzo expresos de Rodríguez Zapatero y de su ejecutiva, concretados sobre todo en la declaración de Santillana. Esto les da todo el derecho a pedir una respuesta recíproca a la hora de facilitar una campaña con posibilidades de evitar al menos la mayoría absoluta del PP. La respuesta lenta y tortuosa de Maragall a la deslealtad de Carod, al que en un primer momento quiso mantener en el Gobierno como conseller en cap sin atribuciones de relaciones exteriores, llevó a Zapatero a exigirle públicamente su cese inmediato, algo que sentó muy mal en el socialismo catalán, pero que tenía como fundamento el daño irreversible que ocasionaría en la campaña del PSOE la mala gestión de la crisis.
Maragall se sacó de la manga una solución florentina que podía cerrar la crisis si se cumplía una condición: que todos se expresaran con lealtad y moderación y no se infligieran mutuamente nuevas heridas. El propio Maragall ha abierto de nuevo imprudentemente la crisis al insistir, en una entrevista en la SER, en que mantiene abierta la puerta a una reincorporación de Carod, recordarle a Zapatero que le debe su puesto de secretario general e invocar confusamente el drama civil de 1936 si no se avanza en el camino de la España plural. Es difícil que en tan poco tiempo alguien ponga en peligro más cosas, incluidos sus propios intereses.
Lo que hace posible el tripartito es la coincidencia en las políticas: no en la ideología o la gran política, sino en las prioridades de gestión en las que es fácil la coincidencia entre socialdemócratas y catalanistas de izquierdas. Carod rompió esa dinámica no sólo con su desgraciada iniciativa, sino con su posterior justificación y con el desafío de convertir su candidatura en un plebiscito contra quien le ha destituido y a favor de la deslealtad y de la libertad de acción en materia tan delicada como la del terrorismo.
En esas condiciones, a ese precio, el tripartito tiene una vida muy dificil. Su continuidad depende de que Maragall sea capaz de hacer comprender a los dirigentes de Esquerra que ya han perdido la doble llave que les permitiría gobernar con CiU y que la salida no provisional de Carod es condición para recomponer el pacto roto por el ex conseller en cap. También de la capacidad del Gobierno catalán de empezar a gobernar y desplegar políticas concretas, aplazando las decisiones que harían aflorar las divergencias ideológicas.
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