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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El recortable

Calle de Balmes arriba. La maldita ciudad sin taxis. Una y otra vez. Un año y otro. Los amigos viven siempre arriba de Balmes. Lo interesante siempre sucede abajo. Tiene la calle perfectamente grapada. Los edificios, las tiendas, los rótulos, la aparición de los árboles. El páramo desabrido que cruza Diputació, Consell de Cent, Aragó, València, Mallorca. La inesperada curva de Pàdua, con los destellos de la torre de Foster, una banderilla de fuego para una ciudad que a veces pierde la escala. Y otros asuntos que revelan una meditación concienzuda: olores y ruidos infalibles en cada zona. Paso a paso. A veces, tan de noche, que se los escucha y sabe, atendiendo a su sonido, cómo se encuentra de ánimo. El jadeo del andarín forzado. Expectativas de la plaza de Kennedy. No merecen consideración las ciudades que no tengan su plaza de Kennedy y su plaza de Marx y en cada una de ella censados sus militantes. Desde el mirador de Kennedy, ahí está, como todas las noches, la casa de la familia Andreu encendida contra el cielo. La casa donde vivió Madronita, que filmó la vida. La vida incluía las muchas veces en que su familia rindió pleitesía y homenaje, incluso íntimos, a Franco. Los superochos prohibidos de Madronita. El andarín se detiene. Saca del bolsillo unas tijeras de viaje y recorta la silueta de la casa con la rapidez y pulcritud que da la costumbre. En el cielo queda un agujero, pero al andarín no le importa. Al amanecer la casa volverá a su lugar.

El viejo ronroneo de la cámara retumbó en sus oídos como si éstos fueran todo el estadio. ¡El cine! ¡La vida!

Jaime Chávarri llegó por primera vez a Barcelona en el año 1956. Llegó en la edad montaraz, con los compañeros de curso, camino de Mallorca. Pararon un momento y vio que en las tiendas sólo vendían pilaricas y vírgenes de Montserrat. Así que tardó 14 años en volver. Ya hacía películas y venía a que se las vieran. Era el invierno de 1970 y tal como venía lo metieron en casa de Guillermina Motta, del vicio esclava. Allí, una tarde notó movimiento. Un poco más de movimiento. Preguntó con educación qué pasaba y le dijeron que se iban a Montserrat, a encerrarse por el consejo de guerra de Burgos. Le pareció enormemente apropiado y se fue con ellos. Le acompañaba, por Madrid, su amigo Emilio Martínez-Lázaro.

En Montserrat recuerda que Joan Manuel Serrat cantaba espontáneo en medio de la gente, sentado en una silla, sonriendo. Y que, por contraste, al anochecer hubo el anuncio de que actuaría el cantante Raimon, que lo hizo y con gran éxito. Otro punto iluminado en la memoria son los lavabos. La proporción entre personas y lavabos se alejaba de los valores estándar. Pero el problema era otro. El problema era la intimidación. En los lavabos con Antoni Tàpies, Manuel Sacristán, Gabriel Ferrater, Joan Miró o Vargas Llosa. No son gente para que uno espere el turno escatológico (¡si son ángeles!) junto a su puerta. Por fortuna, cuando el problema higiénico estaba a punto de hacerse insuperable, vio a un monje atribulado que repetía "La força està a punt d'entrar!".

Cuando volvió a Madrid la policía fue a buscarle donde la familia Chávarri, pero la doncella dijo que no se encontraba en la casa y no insistieron. En esos cinco años que faltaban hasta la muerte de Franco volvió muchas otras veces a Barcelona. Observó allí fenómenos de interés: el aprecio que tenían por su cine y la circunstancia de que al amor no se dedicaran solamente las compañeras. También había modelos. Larguísimas. Casi por metros. Era maravilloso y raro: pero Barcelona nunca obligó a elegir entre la revolución y la publicidad.

No recuerda cuándo empezó a iluminarse la casa. Lo cierto es que brillaba en 1992. Al contrario que algunos de sus contemporáneos, Chávarri no ha percibido que la ciudad haya cambiado en su larga e infatigable marcha hacia la felicidad. En especial durante los Juegos Olímpicos era imposible encontrar un barcelonés feo o humillado. Él estuvo aquí cuando. En el propio estadio. Vivía abstraído de la apoteosis olímpica, sonó el teléfono y era Carlos Saura, que necesitaba ayuda para filmar una secreta película sobre los Juegos. La película de los perdedores. De lo banal. De la borra. Le entusiasmó. En el estadio todo era televisión. Grandes cámaras. Él iba con su ayudante y una pequeña máquina de hacer cine.

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Una tarde se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Los atletas jadeaban de ansiedad, cada uno en su cajón, a punto de explotar. Una gran carrera iba a formarse. Él estaba al lado del juez que iba a dar la salida. El juez levantó la pistola. El estadio estaba repleto pero no se oía nada. Sí, quizá gaviotas. Nada. El juez seguía con el brazo levantado y dispararía de un momento a otro. Entonces le dijo al cámara que arrancara. Lo hizo y el viejo ronroneo de la cámara retumbó en sus oídos como si sus oídos fueran todo el estadio. ¡El cine! ¡La vida! La única cámara de cine en un estadio tomado por la televisión. Como si un solemnísimo siamés hubiera cruzado por la pista donde aguardaban las fieras negras. El juez se volvió hacia ellos. Comprendieron que después de aquella mirada los apuntaría con la pistola. Cerraron la cámara, se oyó el disparo y los atletas explotaron.

La película nunca se montó. El productor no la encontró rentable. Debe de estar almacenada. Qué importa. Lo inolvidable fue rodarla. La casa es lo mismo. Nunca lo esperan allí. Chávarri. A veces no lo esperan en ninguna casa. Qué importa. Llevando tijeras, qué importa.

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