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LA PRECAMPAÑA DEL 14-M
Columna
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La decadencia de la mentira

En un celebrado artículo, Oscar Wilde lamentó que en su país triunfara ese género de alteración de la verdad que él atribuía a los políticos y que suponía cambiarla pero argumentando con razones detenidas y de supuesto peso. Al tiempo parecía debilitado ese temperamento del supremo mentiroso que inventa con soberbia, de forma que parece sana y natural, con desdeño de prueba alguna. La mentira, concluía, es un arte que requiere devoción y estudio. Se refería, claro está, a la fabulación literaria.

El primer problema de España no es cómo articular su unidad y su pluralidad, sino el nivel de calidad de su democracia. Cualquier observador benevolente y desinteresado diría que resulta francamente mejorable. Pero quien, además, se adentre en el campo de la información controlada por los poderes públicos llegará a la conclusión de que avanzando en el camino de la deshonestidad estamos ya bordeando el de la procacidad. Hemos abandonado la alteración de la realidad y estamos en el de la suprema mentira, casi fabulación literaria.

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Pensemos tan sólo en el destino de los impuestos del ciudadano destinado a ir a servir intereses espurios. De la campaña de anuncios del Ministerio de Trabajo suspendida por decisión de la Junta Electoral sorprende ante todo la desfachatez en la defensa de nuestros gobernantes. Es posible que la Junta de Andalucía haya hecho cosas parecidas, pero resulta una triste gracia que ése pueda considerarse un buen argumento. Los trabajadores de la televisión catalana se han quejado amargamente -y con toda razón- de que tras un cuarto de siglo de democracia se les haya nombrado como director a un ex ministro socialista; al menos ha ocupado también cargos durante la etapa de Gobierno de CiU. La presidenta de la Comunidad de Madrid ha cometido la impudicia de, tras simular interés por la propuesta de que el nombramiento de Telemadrid se hiciera por mayoría parlamentaria cualificada, atribuir el puesto a su antiguo jefe de prensa. En la Andalucía socialista parecen intercambiables la función de portavoz gubernamental y la de director de la radiotelevisión pública.

Kipling descubrió que a los gobernantes a veces no le gustaban los artículos de la prensa libre cuando, como en su caso, tuvo que escribir uno dedicado a investigar cuántos leprosos se dedicaban a la carnicería del vacuno en una región de su India natal. A ningún periodista de un medio público se le va a pedir que corra un riesgo así, pero una cosa es la condescendencia en las entrevistas y otra la untuosidad sebosa. Nadie puede tomar en serio que exista tanta unanimidad entre los periodistas como aparece reflejado en RTVE. El contenido de los informativos bordea lo grotesco, pero sobre todo merece este adjetivo la impertubabilidad profesional, por así describirla, con la que se practica un tipo de mentira tan desenfadada, ya que ni siquiera convence a nadie. Cebrián, en un reciente libro, ha señalado cómo los socialistas, convencidos de ser buenos y desinteresados reformistas guiados por el buen fin, consideraron que no podían ser objeto de crítica y usaron de los medios públicos a su antojo. Ahora da la sensación de que esto último se lleva a cabo como una convención obligada que debiera ser aceptada por gobernantes y gobernados. Si se añade la desvergüenza de crear empresas desde el poder para que luego, en el fracaso, acaben por tener que librarse de una parte de sus trabajadores, se tendrá un panorama nada envidiable.

Nadie está libre de este género de práctica, pero quien tiene más poder político puede caer en ella con más asiduidad y descaro. El PSOE hoy, en esta materia, tiene el inconveniente que representan sus antecedentes. Pero el PP tiene otro más grave: es tal el ahogo que produce su ejercicio de la mentira que se siente la tentación de abrir la ventana para airear la habitación por pura higiene.

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