Política y apariencia
El jefe del Gobierno italiano es un animal televisivo. Ayer, rejuvenecido por la cirugía, se puso a prueba en un discurso de cien minutos ante sus seguidores para conmemorar los diez años de Forza Italia, su partido. La arenga romana, en la que Silvio Berlusconi se despachó a gusto contra sus dos bestias negras, los comunistas y los jueces, fue retransmitida en directo por una de las cadenas del magnate-político. El máximo mandatario de uno de los países fundadores de la Unión Europea, y de los más importantes por peso económico y demográfico, no puede permitirse ser y parecer viejo a los 67 años.
La percepción de Berlusconi entre sus conciudadanos es un fenómeno a estudiar. El primer ministro es y ha sido siempre, por decirlo de forma benévola, un político conflictivo y un hombre de integridad bajo sospecha. La conexión entre sus postulados públicos y sus intereses económicos es indudable. Nadie puede pensar que su presión legislativa, enfocada ahora hacia una mayor concentración de poderes en su persona, no tiene relación con sus problemas legales.
Berlusconi, que carece de toda vocación de servicio público, protagoniza un culebrón que fascina a los italianos, estén a favor o en contra. Lo prueba el último y vodevilesco episodio de permitirse, tras una desastrosa presidencia en la Unión Europea, en pleno escándalo de Parmalat, desaparecer un mes entero en aras de la apariencia física. Pero en los últimos tiempos el consenso acumulado por Berlusconi se ha erosionado. Forza Italia, pese a sus diez años de vida y a su condición de fuerza más representada en el Parlamento, es un partido amorfo, sin ideas, de perfil mínimo; reflejo del sueño de mercadotecnia que lo alumbró en un país donde los votantes estaban cansados de políticos tradicionales e ineficaces. Las encuestas señalan que dos de cada tres italianos piensan que la política económica del Gobierno es un fracaso. La coalición derechista cuatripartita hace agua por los intereses encontrados de sus miembros. Y con las elecciones europeas y locales en junio, el primer ministro, que asegura no hacer nada por casualidad, ha juzgado conveniente un retoque profundo.
Pero no sólo facial. Il Cavaliere impulsa estos días en el Senado una gran y por el momento confusa reforma constitucional, cuyos objetivos básicos son obtener más poder y descentralizar el Estado. La suerte de federalización de Italia que quiere Berlusconi -no es un proyecto nuevo- divide a su mayoría derechista y suscita profunda desconfianza en numerosos ámbitos extrapolíticos, que la juzgan dictada por la necesidad de satisfacer a la populista Liga Norte, de su aliado de coalición Umberto Bossi.
Mucho más claras están las ambiciones personales de Berlusconi en la balbuciente reforma. El proyecto de ley prevé un presidente de la República sin la facultad actual de vetar leyes que le parezcan inconstitucionales; facultad que acaba de ejercer el presidente Ciampi a propósito de las pretensiones del primer ministro en la ley de televisiones, con el consiguiente enojo de Berlusconi. Y un primer ministro con plenos poderes ejecutivos, de los que Il Cavaliere ahora carece, para nombrar y cesar a sus ministros sin explicaciones y anticipar elecciones generales disolviendo la Cámara de Diputados.
Berlusconi es sobre todo un empresario comercial. Su tempo tiene poco que ver con la política clásica. No vende ideología (salvo el anticomunismo), sino emociones, optimismo, entretenimiento. Y pretende inmunidad. En Italia, un país de instituciones frágiles, Manos Limpias fue una llamarada. Es muy improbable, en este contexto, que el acoso judicial jubile a un gobernante como él. Con Berlusconi, como con cualquier populista, sólo puede acabar una oposición seria, que por el momento no está a la vista.
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