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Tribuna:'EL ESPÍRITU DE LA COLMENA' | ESTRENO
Tribuna
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El latido del tiempo

Al escribir sobre El espíritu de la colmena con motivo de su reposición en las salas de cine, una inquietud me asalta: ¿podrán mis palabras transmitir el latido del tiempo -postrimerías del franquismo, tierras de Segovia, un invierno muy crudo de hace ahora casi treinta y un años- en que esta película se realizó? Difícilmente y, de todas formas, nunca mejor, de un modo más hondo y completo, que las imágenes y los sonidos que la componen.

Además, ¿ese tiempo al que aludo es realmente el de 1973? No, ciertamente, al menos en la superficie de las cosas, ya que el relato que lleva ese título se sitúa en la primera década de nuestra posguerra; sí lo es, en cambio, desde un entendimiento del cine que permite considerar a toda película, independientemente de su anécdota argumental, como un documento de la época en que fue rodada.

En este último aspecto, qué duda cabe, El espíritu de la colmena es consecuencia del ambiente social -de sus límites y condicionamientos más elementales- en el que vio la luz. Ahora bien, documento o ficción, es el transcurso de los días el que justamente desvela la auténtica naturaleza de las obras, al margen de las consideraciones episódicas y los determinismos de cualquier género. Y, en este caso concreto, ¿cuál podría ser esa naturaleza? Probablemente, la que se corresponde con una visión del mundo que, en líneas generales, discurre a través de la evocación del primer despertar de la infancia. Entonces ya no importaría tanto el reflejo de una época concreta, sino la relación -y la contradicción- que se establece entre historia y poesía.

Desde esta perspectiva, la obra ofrecería al menos dos caras. Por un lado, podría ser la expresión de un momento histórico, un tiempo cifrado; por otro, una prueba de aquello que a veces es posible hacer con el tiempo: darle forma y sentido, abrirlo a la comprensión de los otros, de tal modo que el pasado se constituya en un continuo presente. De ahí procede mi confianza de que el espectador de hoy pueda encontrar en esta película de producción modesta, rodada cuando el audiovisual aún no existía, el eco de lo que el cine un día fue.

Todo lo que sucede en su ficción, y de manera muy especial la vivencia de sus protagonistas, pertenece a un universo sin televisión, cuando el cine -lejos de la condena actual a la privacidad de lo doméstico, propia de la pequeña pantalla- significaba esencialmente el sueño común en la penumbra de la sala pública.

Si algo soy como cineasta, nace de ahí, de esa clase de experiencia. Hay que recordar -nunca está de más- el tiempo y el escenario. Los años cuarenta del siglo pasado. Un escenario de ricos y pobres en el cual los niños tuvimos que aprender a sobrevivir. Sobrevivir significaba, entre otras cosas, tratar de arreglarse solo. En mi caso, fue el cine el que vino en mi ayuda: sencillamente, me adoptó. Me permitió sacar partido a todo sin exigirme nada a cambio. Más aún: me ayudó a esquivar a una sociedad regida por vencedores. A sobrellevar primero, y combatir después, sus grotescos valores. No me ofreció otro modelo de sociedad, sino algo mucho más valioso: el mundo, el mundo entero...

A un pueblo perdido en el mapa de un país en ruinas, que hace el recuento de los muertos y desaparecidos en su última guerra civil, una tarde de invierno, en una renqueante camioneta, llega el cine. Como de costumbre, la función única, anunciada por la pregonera, tiene lugar en el interior de un destartalado local del Ayuntamiento. Los vecinos, de toda edad y condición, campesinos en su mayoría, han traído de sus casas sillas y braseros. Niños y niñas ocupan las primeras filas. Durante unos segundos se hace la oscuridad. Luego, la luz de un proyector se enciende. Unas imágenes en blanco y negro, venidas de muy lejos, surgen en una pared donde alguien ha pintado el marco de una pantalla...

En esta película que hoy evoco de nuevo no hay nada que no brote de una escena primordial: el encuentro a orillas de un río de una niña con un monstruo, contemplado por una mirada que observa el mundo por vez primera. Quizás, entonces, el tiempo que sus imágenes aspiran de verdad a capturar no sea otro que el de los orígenes: ese tiempo sin fechas que reaparece, una y otra vez, en los ojos de los niños (1).

Ana Torrent (a la izquierda) e Isabel Tellería en <i>El espíritu de la colmena,</i> de Víctor Erice.
Ana Torrent (a la izquierda) e Isabel Tellería en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice.

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