Un año de Lula... entre la ilusión y la prisa
En el aeropuerto de São Paulo, grandes carteles llaman la atención de los pasajeros. Al lado de la imagen de una pitonisa con su bola de cristal, una leyenda anima a acudir sin demora a los duty free: "Non quero ver meu futuro. Eu quero ver meu presente".
En pocos lugares los extremos de vida y de cultura se pueden "respirar" como en Brasil. Es una imagen inquietante la que se nos queda de una ciudad como São Paulo: ahí tenemos el mundo supercivilizado y ahí tenemos también el mundo de las favelas y de las reminiscencias feudales. Dos manifestaciones radicalmente diferentes en un país de cerca de 180 millones de habitantes. ¿Es posible construir un proyecto que alimente al mismo tiempo las expectativas y las esperanzas de estos dos mundos tan alejados?
El visitante que se fija en el mensaje publicitario y en la pitonisa acepta su ambivalencia: está en Brasil, donde el futuro y el presente contienen valores diferentes para sus ciudadanos, donde la bola de cristal y el centro comercial siguen reflejando aspiraciones y temores diferentes para la riqueza y para la pobreza brasileña cuando va a cumplirse un año de la categórica victoria electoral de Lula.
¿Es que no ha cambiado nada en estos primeros 12 meses del presidente brasileño bajo los focos de la atención internacional? Quizás sea lógica esa pregunta ante las expectativas y los temores que generó el cambio político en la primera economía de América Latina. Pero creo que la cuestión debería plantearse en otros términos: ¿es que hubiera sido razonable pensar que en sólo un año iba a ser posible tocar los resultados de un cambio que es, dígase o no, reformista, como el propuesto en el programa del Gobierno de Lula?
Porque, a pesar de los temores nacionales e internacionales que suscitó la llegada al poder del Partido de los Trabajadores, el caos populista que algunos previeron no aparecía ni por asomo. Los fracasos y las decepciones revolucionarias que se han producido en América Latina en los últimos 50 años hubieron de influir en la decisión de Lula de ir por otros derroteros más prudentes, pero más eficaces. Por eso, un año es poco o nada para juzgar la acción de un Gobierno que trata de llevar a cabo un proceso de cambio social y político sólido y de largo alcance.
Con esta perspectiva me propongo esbozar un balance del primer año del Gobierno de Lula basado en criterios políticos en la más genuina acepción del término. Dos de ellos tratan de medir la capacidad de gestión; los otros dos miden sobre todo la capacidad de comunicación y de dosificación de las tensiones.
El año de la economía. En una reunión del PT, al ministro Dirceu se le escapó un comentario que se ha utilizado para llamar al primer año de Lula: "O ano do cavalo-de-pau". "Dar un cavalo-de-pau", y eso es lo que dijo Dirceu, es echar el freno de mano para dar un giro de 180 grados. La herencia maldita recibida, con el dólar a cuatro reales y el riesgo país en 2,4 puntos, llevó al presidente a no vacilar en el control de la inflación y el mantenimiento de la ortodoxia financiera. Semejante política ha suscitado naturalmente críticas y tensiones, pero el Gobierno se ha mantenido firme y ha logrado excelentes resultados en los datos macroeconómicos: la cotización del real ha mejorado significativamente; la Bolsa de São Paulo se ha revalorizado y el riesgo país se sitúa ahora por debajo de los 0,6 puntos.
Las reformas políticas. Hay que anotar también en el haber de Lula la aprobación de los proyectos de reforma de las pensiones del sector público y del sistema tributario que afecta a los impuestos federales, estatales y municipales. Ambas son políticamente importantes, de alto contenido social y económicamente favorables. Sacarlas adelante no ha sido fácil (Cardoso lo intentó y no pudo). La rigidez de la Constitución brasileña de 1988 ha obligado al Gobierno a buscar apoyos parlamentarios fuera de su grupo. Lula lo ha conseguido gracias a su asombrosa capacidad de negociación especialmente con los gobernadores de los Estados. Ha tenido que lidiar también con las tensiones creadas en el PT, pero, a pesar de algunas disensiones y expulsiones obligadas, sigue manteniendo el control de la situación.
Salud económica, dos reformas estructurales importantes, buen manejo político... y poco más en lo que a la gente importa, como le reprochaba Lula a Cardoso en 1995. No ha habido avances en lo social en el 2003 para dejar satisfechos a los más fervorosos y exigentes votantes del Gobierno: año malo, de los peores entre los últimos, para los trabajadores brasileños, como lo muestran los indicadores sociales en las encuestas sobre educación, trabajo infantil, asistencia a los ancianos, salud, y, sobre todo, en crecimiento económico y empleo. Sin embargo, el carisma del presidente sigue vivo.
De ilusión también se vive. La actividad de Lula para difundir su mensaje ha sido asombrosa. Desde el 1 de enero hasta el 2 de diciembre de 2003 ha pronunciado 231 discursos y ha logrado "vender" Brasil como nadie lo había hecho antes en la escena internacional, situando el problema de la pobreza en el centro del debate político. Su optimismo, su confianza y su realismo, son estos tres los términos más usados en sus discursos, han mantenido la ilusión de los brasileños y, ya lo hemos dicho, la proyección exterior de Brasil. Pongámoslo todo en el "haber" de un extraordinario político. Pero cuidado con la ilusión, porque si el tiempo pasa y los resultados no aparecen se desvanece.
Pero hay prisa. No hablo ahora de una prisa caprichosa, resultado de la sociedad de consumo, sino de la que pueden llegar a sentir sectores de la sociedad brasileña como expresión de la necesidad de supervivencia. La prisa de los sin tierra, la de los sin techo, la de los jubilados, la de los que buscan empleo y no lo encuentran, la de los que tienen hambre y la siguen teniendo a pesar del programa Hambre Cero, que no ha dado los resultados apetecidos... Hay prisas y urgencias insoslayables en Brasil que pueden hacer pensar en un agotamiento del tiempo de los círculos virtuosos de la economía, incluso antes de las elecciones municipales del otoño de 2004.
La paciencia, ha dicho Lula, es la virtud de los revolucionarios. Pero la paciencia se acaba y la ilusión puede no ser ya suficiente para controlarla. Un informe sobre gobernabilidad en América Latina ofrece datos preocupantes: el 56% de los ciudadanos de esos países aceptaría un Gobierno totalitario si ello garantizase la solución de sus problemas económicos. Cada día parece que empieza todo en muchas zonas de Brasil. Y no puedes pedir paciencia a quien tiene que volver a construir una y otra vez lo que se ha caído cada mañana; en situaciones así el tiempo juega doblemente en tu contra, y no hay distracción posible que valga.
En los tres próximos años la experiencia "inédita" del Gobierno brasileño tendrá gran influencia en el espacio latinoamericano. El mantenimiento de la ortodoxia económica y las reformas políticas seguirán siendo observadas con atención por los brasileños y por el resto del mundo. Lo mismo ocurrirá con el mantenimiento de la ilusión. Pero a medida que pase el tiempo la ecuación entre la ilusión y la prisa tomará un sesgo distinto: habrá que rendir cuentas, no bastarán los proyectos y las intenciones.
Antonio Sáenz de Miera es autor de La responsabilidad global de la riqueza: el 11-S y las fundaciones americanas.
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