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Columna
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La fuerza débil

No es que la presidenta de Madrid se desentienda de lo que promete en campaña electoral, como es el caso de una nueva policía para que estemos más seguros. Y tampoco deja de poner empeño en lo contrario de lo prometido: impedir que se construya un teatro en el Canal de Isabel II que antes había considerado ella misma necesario. Pero está claro que en el camino del cumplimiento o incumplimiento de sus promesas no parece haber entrado con buen pie. Y es una lástima, porque la marquesa de Murillo ha hecho un evidente esfuerzo para que los modos delicados de la derecha tradicional fueran sustituidos en ella por un cierto desgarro que le imponía la necesidad de mostrarse enérgica para convencer de su eficacia neoliberal; quizá con el fin de que nadie fuera a echar en falta al halcón Ruiz-Gallardón por mucho que esta paloma lo quiera y por buena que sea la amistad entre ambos.

La verdad es que, como todo el mundo sabe, a doña Esperanza no le fue fácil aprobar en mayo y llegó a su presidencia después de una segunda prueba. Y aunque debe estar agradecida a los astros porque, aliados con los sinvergüenzas, le resultaron favorables al fin, también es cierto que ha tenido que seguir tal camino de dificultades, en medio de un mal olor ingrato a la aristocracia, que parece lógico que una liberal de su estilo recordara a Margaret Thacher para inundarse de la fuerza que aquella dama poseía. La británica, íntima amiga de Pinochet, consiguió durante mucho tiempo hacer creer que su coraje y su solvencia eran una misma cosa y fue el tiempo el que se tuvo que ocupar después de demostrar las consecuencias calamitosas de sus decisiones. Pero el tiempo ha sido menos indulgente y más apresurado con nuestra presidenta, de modo que el disparatado modelo policial (autonómico municipal federado) no ha convencido ni a los que más la quieren y ha tenido que decir digo donde decía Diego.

Hay que celebrar, sin duda, su marcha atrás, porque bastaba oír a los expertos policiales para convencerse de que nuestra seguridad, y posiblemente la de ella, iba a ser todavía muchísimo más ineficaz y enredada. Pero el inconveniente de la rectificación es la idea que deja en los ciudadanos de que el coraje de la presidenta no tiene relación directa con su solvencia. Y eso no sólo resulta negativo porque afecte al estado de ánimo de Esperanza Aguirre, que todos deseamos alto, sino porque su afán de que la eficacia se imponga a algunas debilidades que acarrea la sensibilidad, queda en entredicho. No es fácil que ahora la gente crea que, como ella cree, hay incompatibilidad alguna entre que el Canal de Isabel II garantice un buen suministro de agua y se construya allí un teatro de grandes dimensiones. Ni mucho menos van a creerle que con las obras del teatro en marcha no sea un despilfarro renunciar a ese proyecto. Aun celebrando que la señora Aguirre dé tal ejemplo de independencia de su propio partido que sea capaz de frenar un proyecto que considera una locura del Gobierno anterior del PP, mostrándose insólita en el reconocimiento de un error de sus propios compañeros, a la gente va a resultarle imposible creer no sólo que la presidenta sabe lo que se trae entre manos, sino que haya tenido algún acierto a la hora de escoger a quienes la asesoran. Porque mira que parece obvio que el Canal de Isabel II tiene que suministrar agua, y en buenas condiciones, como ella ha dicho -algo tan obvio que la aclaración parece una ocurrencia de Aznar-, pero también en eso la presidenta se desmarca de su partido. Aguas de Valencia da un agua pésima y se ha gastado los dineros, no en un teatro, pero sí en los oscuros negocios mediáticos del oscuro Zaplana. Y su propio presidente Aznar puede hablarle de si Telefónica, en su tránsito de lo público a lo privado, lo que tenía que hacer era dar un buen servicio de telefonía o emplear los dineros en los intereses mediáticos del Gobierno del PP. Pero, en fin, es lamentable que el coraje de Aguirre sufra estas dificultades para sustanciarse en algo que no sea erróneo. He visto en estos días la fotografía de un encuentro suyo con Simancas, y la figura erguida de ella, con sus brazos cruzados, atenta pero distante, me transmitía la imagen de la marquesa despachando con su administrador de fincas. Y aunque no quería verla yo clasista, sino enérgica, con la apostura de la que sabe de lo que trata, desde que asisto a los líos que organiza, lo siento mucho, pero he cambiado de opinión.

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