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Crítica:'LA ISLA DEL TESORO'ROBERT DE LOUIS STEVENSON
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La 'Hispaniola' zarpa de nuevo

Fernando Savater

En los álbumes que recogen las aventuras de Tintín y Milú se asegura -y no seré yo desde luego quien lo ponga en duda- que están destinados a lectores "entre los ocho y los ochenta y ocho años". Algo semejante puede decirse de La isla del tesoro. El relato de Stevenson será sin duda disfrutado en la niñez y en la adolescencia, pero también luego en la madurez, y yo espero firmemente que alegre las tardes ya más tibias de nuestra senectud. Cada edad leerá el cuento a su modo, desde su propia ilusión o desde su experiencia, pero siempre con deleite. Primero lo disfrutaremos (¡cómo envidio a quienes vayan a conocer la historia por primera vez!) con el gozo intacto del descubrimiento y después iremos encontrando en él nuevas lecciones, matices diferentes, pequeños milagros que se revelan poco a poco como despiertan gradualmente las luces de una ciudad al llegar el crepúsculo. Un viejo poeta inglés escribió que Dios nos concedió la memoria para que pudiésemos tener rosas en invierno: cuando llegue el invierno a nuestra vida, releer La isla del tesoro y recordar lo que sentimos antaño al leerla de niños volverá a traernos rosas frescas y fragantes, como recién cortadas, de aventura, de coraje, de misterio y de ese misterio mayor que todos: la amistad.

Sin duda Stevenson conoció el estado de gracia de la gran literatura cuando compuso este libro. Su prosa es sencilla pero nunca simple: hay un afán de exactitud en los matices y una intensidad nada enfática que convierte todas las peripecias en visualmente nítidas y narrativamente irrefutables. Nada sobra ni falta en la trama argumental, desarrollada con un pulso certero que nos embarca -nunca mejor dicho- en lo contado de una manera gradual pero a la que nadie con vocación de lector puede ofrecer resistencia. Como si estuviésemos sentados junto a un fuego acogedor a los pies del narrador en una alfombra con cuyo dibujo juega caprichosamente el reflejo de las llamas, bebemos cada palabra y cada incidente sin soñar siquiera en la hora de irnos a dormir. Y vienen a nuestros labios las palabras rituales que acompañan el decurso de todas las buenas historias cuando se cuentan como es debido: "¿Y luego? ¿Qué pasó después?".

Así debieron oír cada noche la lectura del capítulo que había sido escrito ese día Fanny Osbourne, el pequeño Lloyd y el padre de Stevenson, el primer público privilegiado que conoció la travesía de la goleta Hispaniola; según su autor, se la fue dando a conocer a lo largo de un mágico verano en su cottage de Escocia. Probablemente colaboró cada uno con algo también, un detalle o un nombre (el del barco de Flint, el Walrus, es por ejemplo una aportación de papá Stevenson). Porque a pesar del estilo literariamente impecable y sin duda muy trabajado de la narración, hay en ella claramente un tono vivido, compartido, que sólo puede comprenderse plenamente pensando en el juego oral, en la voz del que encanta mientras cuenta y a veces es interrumpido con exclamaciones de temor o de entusiasmo, sin olvidar las contribuciones espontáneas. Este cuento no sólo es familiar porque puede ser leído por toda la familia, sino también porque brota de una familia entera, unida en la imaginación como forma de cariño a la vida. Por eso este libro no tiene edad o, mejor, tiene todas las edades...

Es relativamente fácil resumir el argumento de La isla del tesoro (hoy ya tan popular y mil veces imitado que lo conocen incluso quienes nunca han tenido la suerte de leer el original), pero es muy improbable que ninguno de esos resúmenes haga realmente justicia a su seducción minuciosa y a sus implicaciones enigmáticas. Es una historia con malos y buenos que acaba con el triunfo de lo debido sobre lo ilegal, como está mandado, pero... Pero incluso los personajes más oscuros saben llamarnos y seducirnos desde su tiniebla, mientras que los hijos de la luz nos dejan en más de una ocasión un cierto poso amargo e inquietante. Por encima de todo lo demás está Jim Hawkins, el portavoz de la eterna adolescencia sin padre que debe buscárselo por su cuenta y riesgo. Porque de la madre surgimos y a ella habremos de volver, pero al padre hay que buscarlo y, una vez encontrado, hay que luchar contra él y después hay que saber comprenderle e incluso quizá perdonarle. Entre los padres convenientes que se le ofrecen (el doctor Livesey, Trelawney o el capitán Smollett) y el progenitor pirata que le tienta y le seduce, Long John Silver, Jim vacila, se debate, se va haciendo mayor. Al final adivinamos que todos esos progenitores incidentales formarán parte de su vida y contribuirán a la riqueza de su alma, tan liviana en lo azaroso como cualquiera de las nuestras. Tal es la parte del tesoro que realmente corresponde al joven Jim.

En Bristol, desde el puerto eterno de la literatura, la Hispaniola está dispuesta otra vez como siempre a levar anclas. Ya nos llaman de nuevo para embarcar y no debemos hacernos esperar demasiado. Que leas o releas bien este cuento, amigo lector. Y que llegues a merecer el riesgo y la aventura de su hermosa lección.

MANUEL ESTRADA
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