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Entrevista:CLARA SÁNCHEZ | Novelista

"Somos inventores que destruimos lo que inventamos"

La séptima novela de Clara Sánchez (Guadalajara, 1955) es un retrato coral de la desalmada, trepa y estresada vida laboral madrileña (y mundial) del siglo XXI. Se titula Un millón de luces (Alfaguara), transcurre en una de esas torres de cristal de la zona financiera del paseo de la Castellana, y por sus plantas y sus moquetas se desliza una fauna variopinta y para nada carente de peligro: una narradora insegura, sutil y muy observadora, a la que la autora admite haber prestado el 90% de su personalidad; un vicepresidente perdedor y tierno pero de oscuro pasado, un par de ejecutivos jóvenes, escaladores y complementarios (los hermanos Dorado) que, mientras cortan cabezas, recrean el mito clásico de los gemelos inseparables...

"Sobrevivir en las relaciones laborales exige una finura que no alcanza la del amor"

La escritora, que ganó en 2000 el Premio Alfaguara, vuelve a un asunto que ya trató en su segunda novela, la vida en una empresa poblada por seres entregados al curro y perdidos para la vida, el amor y la amistad, y lo hace con una fina y curiosa mezcla de ironía, astucia, perplejidad, buena pluma y mala baba, todo lo cual favorece una lectura divertida y algunas reflexiones muy serias sobre el absurdo frenesí que nos ataca a los que vivimos por cuenta ajena, "sobre lo que fingimos, parecemos y somos o no somos".

Pregunta. ¿Pero usted no es una escritora que vive de la escritura? Se diría que se pasa ocho horas encerrada en la oficina.

Respuesta. ¡Yo he trabajado mucho! De joven trabajé en distintos sitios en jornadas de ocho horas, y luego estuve dando clase durante 17 años, pero el conocimiento de la gente me vino de esos primeros trabajos: ahí fue donde me di cuenta de que ese mundo tenía muy poco que ver conmigo y con mi vida, porque ahí se juega un tipo distinto de relaciones: se pone mucha energía individual, hay más o menos dinero, todo es más funcional y más combativo. Todo eso se me quedó muy dentro: yo veo a la gente a través de esos años. Ese aire viciado de los centros de trabajo de ocho horas enseña a la gente sola, sin familia, sin amigos, sin entorno y batiéndose el cobre. Desentrañar cómo ha cambiado eso en estos años es muy interesante para un novelista.

P. Supongo que sobre todo para alguien que lo ve desde fuera.

R. Sí, tengo más distancia y eso lo hace más fácil, pero voy bastante a edificios de oficinas, y veo a los nuevos yuppies con zapatillas y tecnología, y a la gente que parece abstraída en sus ordenadores pero que en realidad no está abstraída, sino atenta a todo. Y me sorprende mucho, parece que la gente funciona con más alegría, como si su trabajo fuera su ocio, como si fueran artistas haciendo lo que les gusta. Es todo muy etéreo y muy raro, un mundo que no entiendo bien, un presente lleno de futuro y casi sin pasado: todo lo viejo se arrincona y pasamos el tiempo adaptándonos a no se sabe qué.

P. Nuevos medios, pero siempre las mismas pasiones y miserias.

R. Cambia la situación y las condiciones, la noción del tiempo es otra, pero en el fondo seguimos siendo los mismos. Aunque el amor pierde terreno frente al triunfo, los sentimientos permanecen:envidia, celos, frustraciones, todo eso sigue alimentando el mundo, pero ahora es como si la vida fuera por delante, corremos para tratar de alcanzarla, y quizá por eso hay tanta crisis: familiares, de pareja, de amigos. Adaptarse cuesta mucho, y tienes la sensación de que, si te paras, el mundo sigue sin ti. Dejas de salir unos meses y te dices: "¡Pero si todos viven menos yo!".

P. La novela enseña a gente entregada al éxito laboral que

fracasa en la vida sin paliativos.

R. Cuando elegimos, siempre perdemos algo, a veces a nosotros mismos, y esta sociedad te obliga continuamente a elegir. De alguna forma, todos los personajes de la novela son perdedores. La torre de cristal es una metáfora de este mundo imparable, irreal, inmediato, que nos fuerza a renunciar a cosas sin parar. El trabajo a veces da cierto sentido a la vida, porque no hay nada más insoportable que alguien desocupado, pero sustituimos el amor y el ocio por el trabajo y entonces vienen los golpes, los divorcios, la soledad. Pero si das a la gente a elegir entre un contrato basura o ser el mejor amante del mundo, muchos eligen el contrato.

P. ¿Y qué es ese 90% suyo que le ha prestado a la narradora?

R. Su capacidad de adaptación es la que viví yo de niña: mi padre era ferroviario, y con los continuos cambios de ciudad pasaba el tiempo adaptándome. Cuando llegué a Madrid, me sentí extranjera y las torres me impresionaron: pensé que traspasar esas puertas y pedir trabajo allí sería terrible, como luego fue. Trabajar es poner tu mundo en manos de otros, depender del poder de alguien que te da o que te quita, y sobrevivir a eso exige una finura psicológica que no alcanza ni la relación amorosa. Yo no pude con ello y decidí estar sola, escribir. Como ella: se inventa un mundo, un refugio para huir de ese mundo hostil. Así que tiene también mi inseguridad, mi perplejidad, el no saber vivir la vida de los demás. Y mi parte obervadora, o mirona, contemplativa: nunca se aburre. Y el no querer hacer suyas algunas cosas pero finalmente involucrarse en ellas, porque en el fondo la vida manda en nosotros. Aunque tratamos de inventar deseos y mundos nuevos, torres muy altas, triunfos enormes, lo destruimos todo enseguida. Vivimos una vida muy poco pegada a la tierra. Disfrutamos más los preparativos que los logros. Somos inventores para matar inventos, o sea, insatisfechos. Como canta Morente: "Deseando una cosa, parece un mundo; / luego que se consigue, tan sólo es humo".

Clara Sánchez publica su séptima novela, <i>Un millón de luces.</i>
Clara Sánchez publica su séptima novela, Un millón de luces.BERNARDO PÉREZ

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